Monday, November 27, 2006

Jóvenes, ármense unos a otros


Frei Betto

No es la película Ciudad de Dios, por lo demás excelente (aunque desprovista de esperanza), lo que me preocupa ahora. El cine es ficción. Es la realidad, que siempre va más allá de la imaginación, la que me deja perplejo.

Me refiero a la investigación de Miriam Abramovay, del Banco Mundial, y María das Graças Rua, de la UNESCO, realizada en 14 capitales del país, con 33,655 estudiantes, 3,99 profesores y directores de escuela y 10,255 padres, vigilantes y policías.
Se constató que de un 9 a 18 por ciento de los alumnos ya tuvieron contacto con armas de fuego. Sólo en São Paulo más de 57 mil estudiantes tienen o tuvieron armas. ¿Qué lleva a un adolescente a portar armas? Ante todo el padre que se jacta de tener una, como si eso fuese sinónimo de seguridad. Y no lo es, como demostró el trágico accidente ocurrido en Brasilia la semana pasada, en que un niño de 3 años, después de ver la novela El beso del vampiro, agarró el arma del padre de encima del frigorífico y lo mató.
Las estadísticas revelan que una persona armada tiene más posibilidades de ser asesinada por maleantes que otra desarmada. A pesar de ello, hay países que se vanaglorian del arsenal que poseen e inoculan en sus hijos el miedo al diferente: el mendigo es agresivo, el negro es sospechoso, el pobre es aprovechado, el niño de la calle es ladrón precoz, etcétera. Las excepciones confirman la regla y petrifican el prejuicio. Es inútil que después los padres lloren en el tribual frente a los hijos que le pegaron fuego a un indio “pensando que era un mendigo”, como declaró uno de los jóvenes responsables del cruel asesinato.
La investigación constató que uno de los factores que favorecen la violencia en la escuela es la facilidad con que los alumnos se embriagan en sus alrededores. ¿Dónde está la policía para clausurar los bares que sirven bebidas alcohólicas a menores?, ¿comiendo un sándwich gratis para hacer la vista gorda?
Estoy a favor del uniforme escolar, porque creo que atenuaría la diferencia social, evitando el exhibicionismo consumista de los jóvenes bien acomodados y la vergüenza de quien no puede usar tenis “de marca”. E impediría que los bares vendan alcohol a quien ande uniformado, además de facilitar el transporte gratuito o más barato en el autobús.
Pocas escuelas tienen servicio de policía. En el 51 por ciento de los centros encuestados no hay semáforos, pasarelas, pasos de cebra o túmulos para asegurar las entradas y salidas. Sólo el 7 por ciento cuenta con guardias de tránsito en la puerta. Además de reductores de velocidad, toda escuela debiera estar protegida del asedio del narcotráfico. Si nuestra policía fuera más investigativa, y no sólo represiva, bastaría con que un supuesto consumidor buscara acceso a las drogas en las inmediaciones. ¿Y quién garantiza que el guardia que dice proteger la escuela no fue corrompido por el poder del narcotráfico?
Nunca debiera haber policías dentro de las escuelas. Mantener la disciplina interna es responsabilidad de profesores, funcionarios y padres de familia. Pero ¿cómo se hará posible esto si los programas de televisión incentivan la violencia? ¿Dónde están los ejemplos altruistas de mi generación cuando éramos jóvenes? Nosotros, que teníamos veinte años en los sesenta, fuimos salvados de la desgracia por personas y hechos históricos que causaban indignación y solidaridad, como Gandhi, Luther King, Che Guevara, los Beatles, la Revolución Cubana, la victoria del pobre Vietnam sobre el poderoso EU, en un tiempo en que todo llevaba el calificativo de “nuevo”: el cine era nuevo, la bossa era nueva, también la literatura, hasta que la dictadura colgó nuestros sueños en el pau-de-arara (método de tortura).
Según otra encuesta publicada también en Estadão (15 de marzo de 2002), hoy sólo el 10 por ciento de los jóvenes brasileños se interesa por la política (27 por ciento en Argentina, 23 por ciento en EU, 42 por ciento en Japón). Ellos pasan como promedio 4 horas diarias ante la televisión; 56 por ciento asocia consumismo a felicidad; cultiva el cuerpo, pero no el espíritu; se miran en ejemplos egocéntricos, como el exterminador del pasado, del futuro o del presente; el joven glamoroso que derrocha una fortuna; el actor o el deportista que adquirió fama sin la menor preocupación por la ética, los valores morales, la vida intelectual o espiritual.
La encuesta reveló también que los mismos alumnos integran pandillas peleoneras. Además, el 55 por ciento de los jóvenes encuestados sabe dónde, cómo y a quién comprar armas en las proximidades del colegio; 51 por ciento de quienes ya tuvieron arma de fuego admite que se las cogieron a sus padres o parientes; 67 por ciento confesó que en los corrillos de la escuela siempre salen a relucir esas armas. No me asusto, sabiendo que Brasil tiene el 2.9 por ciento de la población mundial y el 10 por ciento de los crímenes por armas de fuego. Según el Ministerio de Justicia, hay en el país millón y medio de armas legales y 20 millones de ilegales.
Ante tan dramático cuadro, ¿cuál sería la solución? Primero, una profunda reforma educativa, lo que supone un gobierno que no considere las prioridades sociales -alimentación, salud y educación- un estorbo a los acuerdos firmados con el FMI. Segundo, hacer que la televisión sea de hecho lo que es de derecho: una concesión pública que debería ser regida, en su calidad y contenido, por la sociedad civil. El día en que los espectadores ejerzan su derecho de ciudadana, boicoteando a los anunciantes de programas deseducativos, quizá se logre mejorar la programación, en la cual mujeres, negros, homosexuales y nordestinos (campesinos pobres y marginados) son ridiculizados, sobre todo en programas humorísticos. Tercero, educación política, a través de gremios y directorios estudiantiles, conexiones con movimientos populares y actividades como la campaña “Joven voluntario, Escuela Solidaria”, que arranca a los adolescentes de la indolencia cómoda, para comprometerlos en acciones solidarias con poblaciones necesitadas, y haga de la escuela un eje de irradiación junto a comunidades empobrecidas, proporcionándoles alfabetización, cursos semiprofesionales y actividades culturales y artísticas, como se ve en la película Una ola en el aire, de Helvecio Ratton.

Fuente: Alai-amlatina, traducción de José Luis Burguet.

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