Monday, June 25, 2007

Amanecer en el Zócalo


Elena Poniatowska

Sábado 29 de julio de 2006

Vamos Jesusa, Paula y yo a la casa de campaña en San Luis Potosí núm. 64, esquina con Córdoba. Curiosamente no veo a tantos esperando en la calle. Andrés Manuel López Obrador nos recibe de inmedito: "Ya lo pensé bien, nos vamos a quedar. Vamos a instalarnos en campamentos sobre Reforma, Juárez, Madero y el Zócalo, hasta que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) ordene volver a contar los votos en todas las casillas". El sol entra de golpe por la ventana porfiriana. Retengo algunas frases: "A lo mejor ya no voy a poder ser presidente, pero lo que más orgullo me da es representar a la gente humilde de México. Si mi único propósito fuese llegar a la Presidencia de la República, ya habría negociado con políticos y empresarios y estaría amarrado, pero como no me presté al juego de las componendas, los poderosos se vengaron(...) Lo mío no es un asunto personal, ya lo he repetido muchas veces, no soy un ambicioso vulgar, no estoy obsesionado con el poder, siempre he sostenido que el poder sólo tiene sentido si se pone al servicio de los demás. Nunca me ha atraído la parafernalia del poder ni el poder por el poder". "No voy a dejar trozos de dignidad en el camino y voy a seguir defendiendo la democracia". "He luchado veinte años por una democracia verdadera." A Jesusa le dice que van a ser indispensables actividades culturales para mantener a la gente en el Zócalo. ¡Qué compromiso! Tengo miedo, me angustio, qué es eso de que nos vamos a quedar, ¿cómo nos vamos a quedar? ¿Lo habrá discutido con José Agustín Ortiz Pinchetti y demás colaboradores? Jesusa, en cambio, se entusiasma. En el momento en que salimos entra Marcelo Ebrard con un plano en la mano.

(...)

La solidaridad es la reina de la fiesta. Hace una hora mientras íbamos hacia el templete, una mujer que sólo vería yo en las manifestaciones me tendió una camiseta. Otra, una mascada; otra, un monedero que ahora mismo traigo en la bolsa. "Allá están regalando tortas de mole". "¿Cómo que regalando?" "Sí, regalando". En el Zócalo, dar es natural. Tortillas, tacos, tortas, guisados, arroz (ese maravilloso arroz rojo a la mexicana con chícharos y zanahorias), frutas, aguas y refrescos, todo está allí en la plancha para los que tienen hambre. "¿Es gratis?" "¡Claro, sírvase, sírvase más!"

Recuerdo la solidaridad de los dos terremotos de 1985. "Yo le ayudo, aquí con mi pala voy a escarbar." Fue la gente de la calle la que sacó de los escombros a los damnificados. Aquí, por iniciativa propia la gente instala su generosidad a flor de banqueta. "¿Quiere agua? Al rato, con el calor, le va a hacer falta."

Son miles, hombres, mujeres, ancianos, niños y seis discapacitados que han recorrido en silla de ruedas -la silla es la mitad de su cuerpo- cinco kilómetros y le declaran a Angeles Cruz Martínez que "no vamos a dejar que nos roben la esperanza". A su lado, otros muchachos se pronuncian: "Tenemos la obligación de luchar: no se nos permitiría que por cuidarnos nos echáramos para atrás". La gente les aplaude, el pulgar hacia arriba como lo hace Andrés Manuel en su cartel amarillo. Una mujer cuenta que muchos indígenas de la sierra llegarán a apoyar al Peje, pero vienen a pie desde Ixtlahuaca porque no tienen dinero para el pasaje.

Tampoco es fácil para los que no necesitan silla de ruedas. Allí está la barrera de granaderos. "¡Ustedes también son pueblo!", les gritan y las mujeres sin más les prenden en el pecho un moñito tricolor. Los policías se dejan, alguno hasta sonríe. A las caravanas de la provincia -Guerrero, Hidalgo, Puebla, Quintana Roo, Sonora, Sinaloa, Ciudad Obregón- los deslumbra la gran plaza y se destantean, no saben dónde acomodarse, quizá por eso los chilangos ofrecen agua y comida para que se sientan bien recibidos.

El camino de excepción

Llega Andrés Manuel desde la calle de Madero, por ese camino de excepción abierto entre la multitud, seguido por sus tres hijos: José Ramón, Andrés Manuel y Gonzalo.

La multitud se electriza como en los partidos de futbol o frente a las estrellas de rock, la plaza amarillea de banderolas, cachuchas, camisetas, gritos, el alto grito amarillo de Octavio Paz (a quien no le hubiera gustado estar aquí), una oleada amarilla pretende acercarse a Andrés Manuel, él estrecha manos, abraza y besa a mujeres y a niños, se detiene ante los que tienen el cabello blanco, la gente puntea "pre-si-den-te, pre-si-den-te, pres-si-den-te". Es difícil conservar la calma. La pasión política es tan fuerte como la pasión amorosa.

Su camisa es blanca, su pelo entrecano. Nadie sonríe como él. La gente pobre lo ve como el remedio a todos sus males. Doña Luchita se emociona: "Lo quiero más que al papa Juan Pablo". AMLO abraza a cada uno como si fuera un tesoro. Tiene razón, el Zócalo es su tesoro.

(...)

Espero que este movimiento deposite en mí únicamente lo esencial. Ahora sé que para AMLO están los que son sus amigos y luego los que son útiles en determinado momento. No me hago ilusiones. Jesusa y yo somos útiles, ella mucho más que yo puesto que es una activista y yo me inclino por la soledad aunque me cale. Aprendí más de esa multitud sobre amor y la compasión, el desinterés y la entrega que todo lo aprendido en el mundo de las apariencias.

Leo, leo, vuelvo a la vida cotidiana. Regreso a mi admirado Enrique Galván Ochoa que siempre les abre un espacio a los lectores. Tomo té negro en una taza blanca al lado de una pulcra servilleta con orillas de llorar mientras alguno de los siete canarios canta que es una gloria. Vuelvo a mis bebederos. La política mexicana vuelve a los suyos.

Pienso en el Zócalo. A veces lo recuerdo como un mercado, a veces su silencio roto de pronto por los claxonazos de los júniors que descendían de las Lomas a mentarnos la madre me estremece. ¿O serán los chavos banda del Centro que se ríen de nosotros? A veces recuerdo la tormenta que limpiaba el olor de mierda, nuestra mierda. A veces pienso que fuimos un campamento de guerreros que pasan la noche en vela en víspera de un gran combate. A veces busco al Zócalo en lo más profundo de lo que soy y no sé explicármelo. Extraño la civilidad amorosa de la gente, su camino ascendente, sabiduría. A veces la Coyolxauhqui me toma de la mano y me destaza y tiene el rostro de Jesusa o el de la mujer enmascarada de tierra que amamanta a la niña vieja Frida Kahlo, pero el Zócalo ya no huele a tierra porque es de piedra y hace mucho le arrancaron los árboles. A veces la situación es tan mágica que no me sorprendería si empezaran a salir rosas de un ayate. A veces se me sube la presión, las sombras en la tienda de campaña se corporizan y oigo un rumor de fragua y sé que vamos a regresar. Somos un millón dispuestos a poner nuestro cuerpo cada vez que se llame a detener un atropello, una privatización, un fraude.

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