Monday, March 31, 2008

De intelectuales, críticos y mafiosos



Andreas Kurz

Ilustración de Huidobro

Hace no mucho tiempo participé en un congreso dedicado a las obras de Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Admito que sólo escuché pocas ponencias, dado que la ubicación de la ciudad sede a orillas del mar ofuscaba el atractivo de las lecciones eruditas. Aun así regresé a casa con una enseñanza valiosísima en mis maletas acerca del estado actual de la crítica literaria en México y, muy probablemente, en general.

Los críticos (académicos) que se ocupan de Nietzsche siguieron dos métodos opuestos: 1. Parafrasear correcta y sobriamente los textos y tesis principales del gran sifilítico, y aderezar los resúmenes así adquiridos con una que otra cita textual provocadora. 2. Convertirse en supernietzsches, que no en superhombres, es decir, superar las metáforas oscuras, vagas y líricas, en ocasiones dulzonas, belicosas y prejuiciadas del gran filólogo anárquico, con figuras retóricas tenebrosas, desequilibradas y melifluas, en ocasiones empalagosas, terroristas y maniqueas.

Los escasos freudianos procedieron de manera similar: variaron levemente los párrafos del psicólogo vienés o –y admito que en esta categoría debo ubicarme a mí mismo– borraron los límites entre vigilia y sueño mucho más tajantemente que el padre del complejo de Edipo.

En el vuelo de regreso a Ciudad de México leí varias reseñas literarias –y la analogía entre la crítica de libros y las brumas académicas freudianas y nietzscheanas se me presentó de repente. La crítica literaria, la de las revistas y suplementos culturales –la académica es otra cosa, ya que ni evalúa, ni recomienda–, procede por lo general de dos maneras diferentes: 1. Resume el contenido del libro y espera que el lector potencial se quede “picado”. Eventualmente agrega un placet o un non placet, sin perder demasiado tiempo con la justificación del gusta o no gusta. 2. El reseñista se reseña a sí mismo, es decir, aprovecha la reciente publicación de una novela, un poemario, un ensayo, etcétera, para reflexionar sobre su excelsa persona y, de paso, demostrar al lector de la reseña que aún le falta mucho para ser tan astuto, sabio y erudito como el crítico, quien suele “releer” las obras y, propiamente dicho, ya lo conoce todo. Así que, si el lector potencial pretende ponerse a la altura del crítico, que empiece con el libro escogido por el criterio infalible del lector maestro. Este tipo de reseñista no suele hablar de libros malos, no le gusta escribir textos que destrozan textos. Todos sus amigos y conocidos producen buena calidad. Un subproducto de esta especie se da, de manera biológica, cuando el crítico envejece. Se convierte en Papa y canoniza. Harold Bloom para la literatura anglosajona y Marcel Reich Ranicki para la germana, siguen ejerciendo su pontificado que, en el caso del polaco-alemán, rebasa el de Juan Pablo ii . Ignoro cómo se llaman los Papas español y francés, los subpapas argentino y mexicano. Ha de haber.

Entiendo la crítica literaria cotidiana como un intermediario entre libro y lector. Una tarea de utilidad y responsabilidad, sobre todo en países con mucha producción literaria, pero pocos lectores y menos difusión. La crítica literaria sirve al libro. Nada más y nada menos. Como buena sirvienta es, en ocasiones, más lista que el amo: lo corrige, lo manipula sutilmente. Como sirvienta rebelde da, de vez en cuando, una patada al amo y le grita que se calle. Si el amo es tolerante, liberal y mínimamente modesto, entonces disfrutará de la plática con su sirvienta, la que le jurará fidelidad incondicional, aunque a veces se permita ciertas irreverencias. Los críticos descritos en el párrafo anterior son pésimos sirvientes: insípidos y bastante inútiles unos, altaneros e indignos del amo libro, del amo palabra escrita, los otros. Más allá del bien y del mal, la subespecie: el canon de los críticos que dicta un canon de autores que adora al canon de los críticos porque quiere permanecer en el canon de autores, en la vecindad de los clásicos, los que no se quejan de nada porque están bien muertos.

Obviamente mi ideal de la crítica literaria y mi percepción del estado de la crítica literaria actual divergen. Divergen mucho, forman un contraste. Es decir, según mi percepción, la crítica literaria actual está en crisis. La crítica, la verdadera, prácticamente dejó de existir. Muy pocos la ejercen aún. Hay escasos alumnos de los grandes maestros: los antiguos como Sainte-Beuve o “Clarín” o, ¿por qué no?, Menéndez y Pelayo; los modernos como Barthes o Américo Castro, o Alfonso Reyes o Juan García Ponce, cuando fungen como críticos de uso, no académicos, como tales son otra cosa, creo que ya lo dije.

La crisis de la crítica literaria cotidiana me importa, por otro lado, un comino. Seguro que crisis hay. No puede ser de otra manera. Siempre hay crisis. Desde que tengo memoria hay crisis: política, económica, espiritual, cultural. Claro que también la crítica está en crisis. Sólo es justo.

Esta obvia crisis de la crítica literaria revela una crisis –y ésta sí me importa– del pensar. Es un caso excelente para ilustrar el lamentable renacimiento del Korpsgeist en el medio intelectual. Ponerse la camisa de una ideología, un partido, un líder, una revista, un filósofo, un prejuicio. No quitarse la camisa nunca, ni siquiera cuando ya apesta, no lavarla, no renovarla, no enmendarla y, pese a su lamentable apariencia, pensar que es la más bonita y moderna. Esto podría ser la paráfrasis de Korpsgeist en español.

No sorprende que la palabra intelectual haya adquirido connotaciones negativas que no excluyen un desprecio vergonzoso: perezoso, inútil, sanguijuela, oportunista, engreído, pretencioso, elitista. La lista es larga y, curiosamente, incluye la mayoría de los epítetos que tradicionalmente se relacionaban con el poeta o el artista puro. Se olvida que el concepto intelectual se generó precisamente para hacer frente a la supuesta inutilidad social del arte, de la escritura, del pensamiento en su forma más noble.

Cuando Émile Zola alcanza los límites de la escritura naturalista –concluye su gran ciclo en 1893–; después de su intento frustrado de entender, en sus Tres ciudades, la religiosidad de una época irreligiosa, cree que la escritura no sólo puede analizar la realidad, sino también debería formarla y penetrarla. Zola defiende a Alfred Dreyfus sin conocer al oficial del ejército francés y chivo expiatorio en un escándalo de espionaje peligrosamente parecido a una opereta straussiana. Dreyfus convierte al escritor en intelectual. Zola, Mirbeau y Anatole France, entre otros, se dan cuenta de que el pensador cumple con una función pública de suma importancia: no es manipulable, la verdad le importa más que los intereses particulares y egoístas, más inclusive que los valores patrióticos y la imagen de Francia. La prensa nombra al grupo alrededor del autor de Yo acuso como intelectual, probablemente sin saber que con ello genera un mito: el de los pensadores y artistas responsables, verdaderos barómetros sociales, intachables sus actitudes éticas, aunque sean escandalosas y nihilistas sus producciones artísticas. Hoy sabemos que Dreyfus no salió libre –hace 102 años– gracias a la intervención de Zola, sino debido al miedo del gobierno francés ante un posible boicot inglés y estadunidense de la Exposición Mundial. Aun así, el mito del intelectual clarividente y defensor de la verdad perdurará y tendrá, en Francia, representantes como Sartre, Foucault y Baudrillard, cuyas obras pueden ser desconcertantes y frustrantes, cuyo engagement , sin embargo, a pesar de celos y envidias humanos demasiado humanos, suele ser ejemplar. Hasta los que llegaron a negar la existencia de verdad y realidad no renunciarían a esta apertura del intelectual hacia el mundo concreto. No olvidemos que inclusive el muy onírico Breton decía de sí mismo que su lugar preferido era la calle.

¿Cuándo el intelectual se convierte en sanguijuela social? No dudo en responder, aunque sé que el término tiene connotaciones muy específicas en la cultura mexicana: cuando se vuelve mafioso, cuando forma grupitos, que ya no son grupos que se desprecian mutuamente por razones puramente artísticas, sino que protegen celosamente sus privilegios culturales y económicos. El pensamiento, entonces, sirve a una institución, a una persona, probablemente muy loables ambas, mas el pensamiento deja de ser pensamiento cuando empieza a servir. Los intelectuales franceses se enfrentaron a este dilema cuando tenían que decidirse entre partido sí o partido no, los intelectuales actuales cuando se trata de la pregunta: ¿mafia sí o mafia no?

La crítica literaria tiene escasa importancia dentro de este escenario, “sólo” es sintomática. Los críticos que se explayan sobre un poemario en frases brumosas y místicas que sólo ellos entienden, no son intelectuales; los que resumen el contenido de una novela, de un cuento, parecen creer que con ello brindan un servicio a un público incapaz de leer; los que admiran en cada reseña su propia erudición juegan un papel elitista; de los Papas no hablaré, viven en otro mundo. Las actitudes mencionadas son asociales y antidemocráticas, por ende antiintelectuales en el sentido dreyfusiano. El mejor arte y la mejor literatura son asociales. No cabe duda, y qué bueno que así sea. Las mejores obras son herméticas, especulan deliberadamente con la ignorancia del público. La obra se encierra en sí misma, mas no se cierra hacia el mundo; está en el mundo, pese a su hermetismo. La crítica literaria, que pretende ser un campo intelectual, ignora olímpicamente el mundo cuando fabula acerca de su propia crisis, porque no se da cuenta de que es el subproducto de un producto expuesto a los ojos de todos, es decir, ella misma, debería dirigirse a todos, en lugar de practicar el autoerotismo público.

Rafael Lemus, joven crítico al que aprecio porque se opone a las mafias viejas y jóvenes, se equivoca, sin embargo, cuando pretende elevar la crítica al rango de obra de arte por excelencia. Baudelaire es el modelo. El autor de Las flores del mal, las que, hace siglo y medio, preinauguraron la modernidad, exige, en El pintor de la vida moderna, que el crítico debe ser artista, que la reseña de un libro o un cuadro, una obra de arte original. No obstante, Baudelaire siempre tiene en mente el veredicto de su contemporáneo y amigo Gustave Flaubert: el autor debe desaparecer en su obra, debe ser como Dios que está en todos lados, pero siempre invisible. Baudelaire y Flaubert se hubieran reído a gusto sobre las exigencias hímnicas de Lemus. En “Por una crítica en crisis”, artículo aparecido en el primer número de Cuaderno Salmón, se lee, entre varios pasajes verdaderamente grandilocuentes, lo siguiente: “El crítico habita un libro y se bate con el lenguaje para narrar su estancia. Al escribir se desnuda: su escritura lo revela. Apenas vierte sus juicios a un idioma y ya sabemos demasiado de él. Nada más expresivo, menos pasivo, que la prosa. Basta revisar la sintaxis de un crítico para conocer qué literatura desea. En su ritmo descansa su postura ante la literatura. Sus ideas y juicios son secundarios: se desprenden, como todo, de una escritura. Un crítico vale lo que su prosa.” No me gusta la idea del crítico desnudo, me sobran los poetas y novelistas desnudos, cuyos egos se transparentan en sus libros. No me interesa qué literatura desea el crítico, prefiero las sorpresas, abrirme a la literatura que es un abrirme al mundo, a la calle. No quiero saber nada de la personalidad del crítico, ni de su ritmo, ni de su estilo. Éstos sólo tienen validez dentro de su mundillo herméticamente cerrado que, desgraciadamente, no se ofrece al mundo porque éste no le concierne.

Cuando empieza el metadiscurso en una disciplina, empieza la crisis. El metadiscurso puede ser muy rico y productivo cuando pretende superarse a sí mismo. Cuando sólo se contempla a sí mismo es estéril y aburrido. La crítica, que Lemus exige, sólo se contempla a sí misma. Los intelectuales de hoy, los visibles, están muy contentos en medio de esta autocontemplación. Suelen vivir bien, tienen reconocimiento, espacio y medios para producir. Desgraciadamente, no son intelectuales porque no distinguen entre campo social y campo artístico. Éstos se confunden y amalgaman. La crisis, la que sea, se vuelve deseable y bonita. ¡Qué salto cuántico etimológico admirable!

Lemus empieza una de sus reseñas, la que, como tal, es excelente, porque reta a un miembro de una mafia joven, el que probablemente ni siquiera sabe que pertenece a una mafia, con una afirmación reveladora: “El reseñista se presenta. El reseñista no es Roland Barthes.” ¡Correcto! Quizás Barthes sólo leía “a medias ciertos libros”, pero Barthes era un verdadero intelectual, propagaba el fenómeno literario en medio del campo social, inclusive con la ayuda de los libros que aborrecía. Barthes detectaba muchas crisis en su entorno, pero no se sentía nada bien entre ellas. Barthes pensaba y escribía contra la crisis, no en su apoyo. Barthes no pertenecía a ninguna mafia, ni quería pertenecer a ella.

La crítica literaria haría bien en no excitarse con la propia crisis, en tomarse un poco menos en serio; haría bien en recordar a los escritores que están a punto de olvidar que también son intelectuales.

Enseñanzas de un congreso sobre Nietzsche y Freud a orillas del mar, quizás producto de una insolación.

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