Wednesday, September 24, 2008

UNA EXPERIENCIA PASTORAL ENTRE LOS EXCLUIDOS

“Dejar nuestras aureolas y nuestra seguridad, por amor al otro”

Conferencia de la Sesión Plenaria

15ª Conferencia de la Asociación Nacional
de Ministerios Católicos Diocesanos Lésbicos y Gays de Estados Unidos

NACDLGM septiembre 2008
por Fr. Raúl Vera López, O.P. Obispo de Saltillo


1. Jesús, Modelo de Servicio a los Excluidos

1.1 Una reflexión de San Pablo
Para enfocar mi reflexión sobre lo que ha significado para mí personalmente el trabajo con grupos marginados y excluidos de la sociedad y las repercusiones que ha tenido en mi experiencia espiritual y pastoral, quiero hacer referencia al muy conocido texto de la Carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses, en su capítulo 2: Los conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión, que colmen mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagan por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre (Flp 2, 1-11).

San Pablo exhorta a los filipenses a tener el ‘mismo sentir’ y el ‘mismo amor’, ‘un mismo espíritu’ y ‘unos mismos sentimientos’; los invita así mismo a no actuar con espíritu de rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad y considerando a los demás como superiores a sí mismos, no buscando el propio interés, sino el de los demás.

Para apoyar sus argumentos Pablo pone a Cristo, como modelo del comportamiento que deben tener entre ellos , acude a un himno que él había recibido de la comunidad cristiana (Cf. Flp 2, 6-11). Pablo elije este texto porque en él se describe de modo muy profundo, la opción que Jesús hizo de renunciar a sus prerrogativas divinas, para vivir con humildad su condición humana mortal, en plena solidaridad con los hombres y las mujeres con quienes compartió el tramo de la historia humana que le correspondió vivir.

Esta actitud personal de Cristo, lleva a Pablo a asumir su modo de seguirlo, en cuanto a los criterios, las actitudes y el comportamiento todo, por eso más adelante, en esta misma carta, Pablo dice: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3, 7b-8).

En la exhortación a los filipenses a que me estoy refiriendo (Cf. Flp 2, 1-5), Pablo da a conocer la manera como asume él mismo en su propio ministerio la opción de Jesús de renunciar, no solamente a sus privilegios en cuanto Dios, sino en su misma trayectoria humana, al nacer en un ambiente social que no lo hacía merecedor a ningún rango religioso, político o económico que le pudiera proporcionar una posición privilegiada ante los demás. De esta manera Jesús pudo ser solidario en todo, incluyendo la muerte, con sus hermanos los seres humanos, hombres y mujeres. Esta misma actitud solidaria es la que asume el Apóstol de las gentes al invitarlos a ser solidarios entre ellos, vayamos nuevamente al texto: «Los conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión, que colmen mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagan por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás».

San Pablo se sitúa en una posición cercana a la comunidad cristiana de Filipos, y pide esta misma solidaridad de parte de la comunidad hacia él y de los miembros de la comunidad hacia ellos mismos. Los invita a tomar distancia de cualquier seguridad personal o de sentido de autosuficiencia, que les impida poseer sentimientos comunes y mantener un amor recíproco.

1.2 La cruz de Jesús camino al Padre y camino a nuestros hermanos
La comprensión de la teología y antropología contenidas en el himno cristológico del que Pablo hecha mano, nos conduce a entender la indispensable solidaridad que hemos de practicar con todos los seres humanos, mística que debe alimentar el espíritu de todo el que quiera seguir a Jesús, pues esta solidaridad fue sin duda la que llevo a Jesús a desprenderse de sus prerrogativas divinas, considerando que él venía a restablecer la unidad originaria de la familia humana que se había perdido por el pecado. Sabía que no lograría su cometido si se elevaba a sí mismo en su condición humana, reclamando sus derechos como persona divina, fracturando de esta manera la común dignidad que Dios estableció entre todos los hombres y las mujeres que pueblan la tierra, Jesús quiso aparecer entre nosotros como un hombre cualquiera, aceptando incluso la muerte, de la manera más humillante que fue la muerte en la cruz (Cf. Flp 2, 7-8), y por su muerte, fuente del perdón del pecado del mundo, se restableció para todo el género humano el camino de la reconciliación con Dios y el camino de la reconciliación de todos los seres humanos entre sí en Dios.

La muerte en la cruz fue la culminación de una vida de continuo despojo de sí mismo y de humillación. Es el modo como Cristo dio gloria a Dios su Padre aquí en la tierra, con una vida consagrada totalmente al servicio de la humanidad, especialmente dedicada a los últimos, a los pequeños, a los pobres, los excluidos y despreciados de este mundo. Él no hizo brillar la gloria de su Padre en el lujo de la púrpura, del oro, del marfil y de las maderas finas, ni en la abundancia de sirvientes, esclavas y esclavos, puestos a su servicio en incontables palacios; tampoco buscó mostrar la gloria de Dios en el poder de un ejército numeroso, bien armado y estupendamente adiestrado, pronto a realizar grandes conquistas para llevarlo a acumular poder; tampoco buscó el esplendor fastuoso de un culto litúrgico rodeado de sedas, con instrumentos de oro y plata, engarzados con perlas y piedras preciosas; ni mucho menos en la acumulación de propiedades, de fortunas soportadas por una producción abundante de bienes e inversiones financieras, que le proporcionaran una riqueza próspera. No, Jesús no proyectó su vida para esto, pues eso no significaba realizar su proyecto aquí en la tierra buscando la gloria de Dios, sino su propia gloria.

1.3 Las motivaciones de Jesús
Jesús explicó el proyecto de su vida en el mundo con estas sencillas palabras: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida como recate de muchos» (Mt 20,28). Él mismo contrapone su proyecto al de «los que son tenidos como jefes de las naciones y las dominan como señores absolutos», y a «sus grandes que las oprimen con su poder». Igualmente a los suyos les propone un cambio radical en sus criterios, les pide que abandonen la mentalidad tan difundida del usufructo y provecho del semejante, pasando por encima de sus derechos y de su dignidad, y les propone que asuman una actitud de servicio si quieren ser grandes en el Reino de Dios (Cf. Mc 10, 42-45). Jesús también se definió a sí mismo como el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Cf. Jn 10, 11; 17-18).

Las anteriores consideraciones nos llevan a concluir que Jesús no solamente “perdió” aquí en la tierra sus prerrogativas divinas, sino que también perdió las oportunidades que le planteó el Tentador durante su retiro en del desierto, cuando se le ofreció una vida de grandes ganancias materiales, de fama, de títulos, y de poder. Jesús apostó a otra ganancia, misma que él le ofreció a aquellos pescadores de Galilea, a quienes invitó a dejar sus redes y su barca para que lo siguieran, con la promesa de que los haría “pescadores de hombres”. (Cf. Mt 4, 19).

Jesús vino a rescatar y salvar lo que estaba perdido, al ser humano que se había extraviado (Cf. Lc 19, 1-10), dio así gloria a su Padre con toda su vida, por eso se dirigió a Él con estas palabras en los momentos postreros de su vida en la tierra: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese» (Jn 17, 4-5). Y obtuvo respuesta, como dice el Himno Cristológico al que me he venido refiriendo: «Por eso Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-11).

Entender las pérdidas de Jesús, nos ayuda a mantener actitudes espirituales y pastorales que nos llevan a colaborar en la construcción de una comunidad cristiana formada por sujetos que trabajan por la construcción de la historia humana según los criterios del Evangelio, cuyo testimonio de Jesús resulta creíble y cuya tarea evangelizadora se realiza con la perspectiva que lo hizo Jesús, poniendo la mirada en los más pequeños, en los más pobres, en los despreciados y los excluidos.

Los obispos latinoamericanos y del Caribe, reunidos en Aparecida Brasil, para su V Conferencia General dijeron: El discípulo experimenta que la vinculación íntima con Jesús… es formarse para asumir su mismo estilo de vida y sus mismas motivaciones (cf. Lc 6, 40b), correr su misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas todas las cosas… En el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida. (Documento Conclusivo de Aparecida nn. 131 y 139)

2. Las Pérdidas Personales

2.1 La autosuficiencia de la preparación intelectual
Mi experiencia de trabajo entre los marginados comienza propiamente cuando tuve que atender una comunidad de campesinos, a unos 60 Km. de la ciudad de México. La comunidad era de origen indígena náhuatl, que aún cuan ya tiene una conformación muy mestiza, conservaba, rasgos muy marcados de su cultura indígena, como era el sentido profundamente comunitario.

Quiero aclarar que utilizaré el término ‘pérdidas’ para expresar los necesarios cambios de mentalidad y de los puntos de referencia que a mi me brindaban seguridad en todas las actividades, dentro del ejercicio de mis responsabilidades como sacerdote dominico. Lo hago acudiendo a la expresión paulina de tenerlo todo como pérdida, ante la estupenda experiencia del conocimiento de Cristo, texto al que me he referido antes (Cf. Flp 3,7b-8). Lo hago también inspirado en el libro estupendo de James Alison “Una fe más allá del resentimiento” traducido y editado en español por Herder, en 2003 y que su autor me hizo favor de regalarme.

Concretamente ante la comunidad de San Pedro Nexapa -es el nombre que tiene esa comunidad- de unos cuatro mil habitantes, me hacía sentir seguro mi preparación universitaria y teológica, estaba ante campesinos que apenas habían recibido una enseñanza escolar elemental.

Muy pronto esos campesinos y campesinas me empezaron a desmontar mis seguridades pues me di cuenta que ellos poseían los valores de generosidad y la fortaleza de ánimo para enfrentar diariamente sus grandes problemas, cosa que superaba con mucho a mi persona; pero lo que golpeó más fuertemente mi orgullo ante ellos, fue ver la capacidad que tenían para comprender y sobre todo vivir el Evangelio. Me empecé a dar cuenta que si aquella comunidad se iba organizando no era sólo porque el sacerdote la convocaba, sino porque entre ellos había capacidad de organización y de convocación: esto me obligó poco a poco, porque no me fue fácil, a empezar a despojarme de una falsa seguridad, entendí que no podría hacer nada entre ellos si no crecía en mi sentido de solidaridad, virtud en la que ellos con mucho me aventajaban. Eran capaces de partir un pan con su vecino, si él no tenía nada y ambos comían la mitad, esto lo viví, lo experimenté compartiendo la vida con ellos, yo no podía hacer eso. Me cuestioné muy seriamente acerca de quien estaba enseñando a quien. Yo enseñaba teóricamente el Evangelio, lo había aprendido en las aulas universitarias para transmitirlo como una doctrina, ellos lo vivían; cuando lo leían, no lo aprendían para repetirlo, lo entendían en su vida, les hablaba Cristo vivo para su historia personal y comunitaria. Estuve ocho años entre ellos, de 1977 a 1985, y si me hubiera sido posible, y me lo hubieran permitido ellos, yo habría besado los pies de cada uno de ellos, de cada una de ellas, agradecido por todo lo que me enseñaron esos años.

2.2 La aureola clerical
La siguiente experiencia significativa en el trabajo entre personas marginadas y excluidas la tuve cuando fui elegido obispo para la Diócesis de Ciudad Altamirano, cuya sede está en el norte del estado de Guerrero y tiene territorio en el sur de los estados de México y Michoacán. Una diócesis donde prevalece la población rural, con pequeñas poblaciones y muchas comunidades esparcidas por el campo y la sierra, con muy pobre , casi nada de infraestructura de servicios en todos los géneros.

Este abandono social y religioso al que estuvieron sometidos por años los pobladores de esa región, les convirtió en personas sumamente violentas. El mismo clima es pesado, la temperatura media al año es de 38ºC (100ºF). Esta situación ha provocado que los obispos estén ahí por poco tiempo, lo que a la misma población le ha dejado la imagen de que si las autoridades civiles, el gobierno no los quiere –decía antes que tienen una infraestructura mínima de servicios- tampoco la Iglesia les quiere, pues sienten que los obispos ahí estamos de paso. Por un estudio serio que hicimos para el Plan Pastoral, concluimos que la experiencia de abandono era la causa de sus actitudes violentas.

Una situación así, obligaba al pastor a atender la necesidad que sentían de una gran cercanía, del amor y cuidado del pastor. Esto representó para mí un desafío muy grande. Tuve que despojarme de muchos prejuicios y quitarme las seguridades que por mi tradición cultural daban significado a mi vida personal. Comprendí que no me podía permitir permanecer en actitudes distantes a aquella gente, fuera por temores o por simular una cercanía que no saliera de mi corazón. Experimenté una especie de mutación interior, como si me estuviera despojando de algo que me perteneció por años, y que ahora me obligaba a realizar una especie de desnudez interior. Experimenté muchas pérdidas para aprender a caminar con ese pueblo.

Donde sufrí la más grande pérdida, fue en mi manera de comprender mi ser sacerdotal que estaba empezando a vivir entonces como su obispo. La mentalidad clerical nos lleva a los sacerdotes y obispos a sentirnos por encima del pueblo de Dios y no dentro de él; nos coloca en muchas falsas seguridades y nos lleva a asumir una actitud distante del pueblo. Esa diócesis pasaba por circunstancias especiales, se había dividido por conflictos de una parte del clero con el obispo que había sido mi predecesor inmediato. Cuando empezamos a trabajar para organizarnos en un plan pastoral, entendí que no podía unir a la Diócesis si no rompía los esquemas clericales que me llevaban a verme como un pastor colocado por encima, no dentro del Pueblo de Dios. Me di cuenta que desde esta posición, aquella Diócesis podía estar dividida en tres sectores, los dos que se habían formado –porque los dos grupos en que se había dividido el clero se llevaron tras de sí, cada uno, a una buena parte de los laicos- y yo por mi cuenta, desde una posición externa al pueblo, estaba expuesto a crear un tercer grupo.

Afortunadamente, en orden a trabajar en un plan pastoral, nos reunimos en Asamblea Eclesial con especialistas en la Eclesiología del Concilio Vaticano II. Para mí fue una gracia muy grande poder recibir una formación sobre el modelo de la Iglesia del Vaticano II, junto con los presbíteros, laicos, religiosos y religiosas que representaban, en un número muy significativo, a toda la Diócesis. A partir de esa Asamblea empecé un proceso de conversión personal y pastoral, marcado por la pérdida de las seguridades que me daba la visión clerical con la que había vivido 12 años de presbítero. Ante la urgente necesidad de unir a esa Iglesia, me veía obligado a realizar esa pérdida, para involucrarme solidariamente, en completa sintonía de sentimientos, con el enorme sufrimiento que ese pueblo padecía, excluido de todo y viviendo las consecuencias de una división interna. Y uso el concepto solidaridad, como lo entiende el magisterio eclesiástico, no como “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas” sino como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Cf. Juan Pablo II, Carta enc., Sollicitudo rei sociales, 38).

Perder esa mentalidad significó entender y vivir la eclesiología del Concilio Vaticano II: el Pueblo de Dios lo formamos el Papa, los obispos, los presbíteros y diáconos, los miembros de la vida consagrada y los laicos y laicas; que los miembros de este Pueblo tenemos una única y común dignidad, en donde todos y todas, desde nuestros respectivos carismas, estamos al servicio unos de otros y contribuimos al bien de toda la Iglesia. Creo que esta fue mi mayor ganancia en Ciudad Altamirano, pero ello significó una pérdida para mí, las seguridades y protecciones que me daba el ser un obispo, rodeado del áurea clerical, que me “protegía” del pueblo.

2.3 Los esquemas culturales rígidos
En este camino de “pérdidas”, la providencia me deparaba todavía algo más desafiante. Esto sucedió cuando en agosto de 1995 fui enviado por el Papa Juan Pablo II como obispo coadjutor de Don Samuel Ruiz a Chiapas, a la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas. El ochenta por ciento de la población de esa diócesis son pueblos que pertenecen a la cultura indígena maya, divididos en cuatro etnias: Tzeltales, Tzoziles, Choles y Tojolabales. Ahí todavía fui sacudido más fuertemente para despojarme de mis estructuras culturales que me impidieran la sintonía con esas culturas. Creí que en Ciudad Altamirano había dejado mis puntos de referencia clásicos para relacionarme más libremente con todos, pero en Chiapas me di cuenta que todavía tenía que recorrer un camino muy largo. Gracias a Dios la Diócesis de San Cristóbal con Don Samuel Ruiz habían realizado un proceso muy serio y muy interesante de inculturación entre los pueblos indígenas. Ahí lo que tuve que hacer fue dejarme guiar por los agentes de pastoral, indígenas y no indígenas. Estoy muy agradecido con Dios por la experiencia que viví en Chiapas, porque los pueblos indios con su riqueza cultural llena de humanismo y de una profunda, muy profunda, relación con Dios, me enseñaron a ver mi vida humana y mi ser de pastor desde una perspectiva muy amplia, muy plena de libertad y, sobre todo, aprendí de ellos la necesaria unidad de mi vida, que en todo momento debe estar impregnada por los valores que hacen íntegro a un ser humano. Que la vida ante Dios solamente se vive en un solo sentido, sin simulaciones, con entera libertad. Con ellos aprendí que lo sagrado no se reduce sólo a un ámbito circunscrito de lugar o de territorio, que la tierra toda es sagrada, porque fue creada por Dios. De ellos aprendí la unidad entre el culto divino que realizamos en la liturgia, y el culto a Dios que le rendimos con nuestro comportamiento digno, personal y comunitario, en la vida cotidiana. Ellos me enseñaron a leer el Evangelio y a entenderlo en la vida, a no huir de Dios, a aceptar su palabra, pida lo que pida.

2.4 Los privilegios y la propia vida
A los ocho meses de estar en esa Diócesis, visitando una zona infestada por paramilitares que perseguían a los catequistas, a los diáconos y a los pre-diáconos, cerrando las Iglesias y asesinándolos a ellos, me tuve que cuestionar mi permanencia en la Diócesis. En sectores de Iglesia, en ambientes políticos y en una parte de la sociedad, se creía indebidamente que Don Samuel García obispo en San Cristóbal de Las Casas, era un activista político, que no se preocupaba de su trabajo pastoral y que había creado un conflicto, por el que la Iglesia era perseguida y asesinaban a sus agentes de pastoral. Yo había escuchado todos esos meses a las personas que le acusaban desde dentro de la Diócesis a Don Samuel, pero nunca me ofrecieron pruebas de sus acusaciones. A su debido tiempo yo expliqué al Prefecto de la Congregación para los Obispos que no era verdad que la Diócesis estuviera abandonada, sino que era una gran Iglesia y Don Samuel un excelente Obispo, pero no me creyó. Sin embargo yo seguía contando con la confianza de la Iglesia y los políticos a nivel nacional, confiaban que Don Raúl Vera iba a controlar al obispo político Samuel Ruiz.

Rodeado de esta aureola llegué a la zona de paramilitares, a reunirme con los catequistas y diáconos. Todos estos indígenas, para poder participar en el encuentro conmigo, expusieron sus vidas. Algunos tuvieron que dar rodeos –caminando- hasta de un día completo –cuando podían haber llegado en dos o tres horas- para no pasar por la zona donde los matarían los paramilitares. Estuve en esa parroquia dos semanas; ahí me di cuenta que los cristianos de esa Diócesis eran perseguidos por su fe. Me contemplé a mí mismo frente a la situación de ellos, yo tenía todas las garantías de la Iglesia y la seguridad de las autoridades políticas al más alto nivel, pues querían ver destruida la obra de Don Samuel Ruiz, y confiaban que yo haría eso; en cambio los catequistas y diáconos estaban muriendo y eran perseguidos, y todo esto era por su fe en Cristo.

¿Cómo podía yo, tan protegido, ser obispo de esos indígenas? Me dije a mí mismo: O me hago compañero de su camino martirial o me voy de esta diócesis, porque de otra manera no merezco ser su obispo. Lo pensé un rato y decidí quedarme, haciéndome un perseguido como ellos. Empecé a denunciar las injusticias que padecían y la persecución de parte del gobierno contra ellos, porque los paramilitares los creaban las autoridades gubernamentales. Esta decisión significó perder mi fama ante los que me valoraban desde su visión negativa de aquella diócesis y de su obispo, y también quedé expuesto a perder mi vida.

Todas estas pérdidas me han bajado del aire, de las nubes en que me movía cómodamente, y me han ayudado a empezar a pisar en piso firme, pues lo que he venido perdiendo, no formaba parte de mi vida humana redimida por Cristo, de ahí la paradoja de la cruz ante la que el mismo Cristo nos coloca: «Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará» (Lc 17,33).

3. Saltillo y el Grupo San Elredo

La Diócesis donde me encuentro ahora, Saltillo, está en una zona de transformación industrial, tiene población rural en medio del desierto y el semidesierto; nuestra ciudad sede de la Diócesis es lugar de paso de migrantes centroamericanos hacia los Estados Unidos. Se trata de una Diócesis con grandes contrastes y dificultades.

Se trata de una población más plural y diversificada que las dos anteriores diócesis donde yo he estado, por lo tanto la problemática es diferente, porque la población vive en situaciones distintas. Sin embargo, la espiritualidad que me ha dado la experiencia anterior, a costa de las pérdidas que he venido teniendo, constituye un especie de tesoro precioso para enfrentar los nuevos desafíos pastorales.

Para iluminar el objetivo de su reunión, me detengo en mi trabajo pastoral con la comunidad Lésbico-Gay. El trabajo lo inició un sacerdote de origen norteamericano, Robert Coogan, a quien desde un principio le agradecí la iniciativa y lo animé a llevarla adelante. El enfoque de nuestro trabajo con el grupo, que tomó el nombre de San Elredo, fue el crear una comunidad que, dependiendo de la Diócesis, realizara un trabajo pastoral con la comunidad Lésbico-gay de la ciudad de Saltillo. También desde un principio hemos querido que fuera abiertamente conocida entre los demás grupos de pastoral y que se hiciera presente en todo el trabajo diocesano, cosa que ha sucedido, no sin dificultad.

El primer obstáculo es ayudarles a vencer los traumas y complejos que la discriminación familiar y social deja en ellos y ellas. El proceso evangelizador al interior de los miembros de la comunidad es ayudarles a comprender la dignidad humana de que gozan como don de Dios, quien no les niega nunca su amor. Esta es una condición indispensable, para que ellos mismos y ellas mismas, como sujetos libres, puedan vencer con fortaleza espiritual en su propio interior, las agresiones continuas de las que son objeto; pero también para que se conviertan en agentes de pastoral que a través de una acción evangelizadora, ayuden a vencer la homofobia, incrustada en la cultura machista que nos caracteriza.

Gracias a Dios y en medio de muchas penalidades para ellos y ellas, y para nosotros como Diócesis, vamos logrando hacer un camino. A mí en lo personal me han apoyado mucho las pérdidas personales de las que he hablado antes, pues por encima de intentar conservar una “buena fama” en situaciones particularmente críticas, está mi decisión de acompañar la vida de quien es maltratado en la sociedad, como es el caso de ellos y ellas. Este es el sentido profundo de la compasión, caminar con quien padece.

Uno de estos momentos críticos fue acompañarlos cuando se desató una campaña homofóbica de parte de los buenos católicos, para impedir la legalización de las uniones entre personas de la comunidad lésbico-gay. Por un lado yo tenía que dejar claro el sentido del matrimonio, como lo entiende la Iglesia, y por otro, no podía dejar que los hicieran pedazos, y se desatara la furia anti-gay y anti-lésbica en la sociedad. Tuve que aceptar lo que me vendría encima de parte de los buenos católicos que me acusaron ante la Nunciatura, pero salí a la defensa de su dignidad y los derechos que como ciudadanos también tenían. Puse siempre en claro que no podía entenderse como un matrimonio y lo expliqué cuantas veces fue necesario, casi como una profesión de fe, describiendo claramente cuales son las características y condiciones que Dios le dio al matrimonio. Esto no lo hacía ante paganos, sino ante los buenos católicos.

Desgraciadamente, es de parte de los grupos católicos y cristianos de otras confesiones, de donde estas personas padecen más discriminación. Han sido corridos de los grupos a los que pertenecían, incluso como coordinadores o coordinadoras, algunas veces los laicos le piden al párroco o al pastor del grupo protestante que los separe de la comunidad cristiana, y el párroco o el pastor lo ha hecho. Lo hacen, además, con argumentos bíblicos. Esto se ha convertido en una de las dificultades que encuentran los miembros del grupo San Elredo para incorporarlos a las actividades que realizan con la comunidad Lésbico-gay. Apenas se dan cuenta que los miembros de la comunidad San Elredo son cristianos católicos, se muestran desconfiados.

En orden a promover el reconocimiento de la propia dignidad entre los miembros de la comunidad Lésbico-gay, y a promover el reconocimiento de esa dignidad de parte de la sociedad y de la Iglesia, el grupo San Elredo organiza una serie de actividades a lo largo del año: Una misa mensual, un retiro anual, un novenario previo a la fiesta de la Virgen de Guadalupe, anualmente celebran durante una semana el Festival de Cine Lésbico-Gay, con cine-forum cada día. También celebran el Día Internacional de Lucha contra el VIH. Las invitaciones para estas actividades las hacen en los cafés o centros nocturnos a donde acuden miembros de la diversidad sexual, además de instancias oficiales de comunicación diocesana.

El grupo se reúne cada semana. Programan mensualmente la temática de las reuniones semanales y la dan a conocer por medio de un periódico mural, que las personas de la comunidad Lésbico-gay, pueden conocer. A estas reuniones semanales acuden de 25 a 35 personas.

El grupo empezó en 2002, y por el testimonio de ellos mismos, consideramos que hemos ido avanzando poco a poco, dándole un lugar mas digno a ellos en la Iglesia y en la sociedad.

La Inclusión y el Amor son las lecciones que debemos aprender

A modo de conclusión puedo decir que Jesús, al presentarse en medio de nosotros en su porte como hombre, despojado de sus privilegios divinos, dio a sus discípulos la confianza de seguirlo. Aprendieron de él el verdadero sentido de la vida humana, como se entiende ante Dios despojados de toda falsa seguridad. Se convirtieron así en sujetos de la transformación de la sociedad y de la historia. Nosotros no podremos ser testigos del hombre auténtico que nos revelo Cristo en su persona, si nos rodeamos de falsas aureolas y vamos buscando para nuestra seguridad, todo aquello de lo que Cristo se deshizo. En estas condiciones nunca podremos ser testigos diáfanos de Jesús, ni convertir a quienes evangelizamos en sujetos libres para transformar el mundo. Jesús nos enseñó que en la humildad, acompañada de nuestras pérdidas, está el único camino para poder hacernos solidarios con los seres humanos, especialmente con los que más sufren.

Gracias por invitarme a compartir con ustedes.

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