Sunday, May 10, 2009

Colibrí



Colibrí

Cristina Pacheco

En mi casa no hay jardín, sólo un patio. Es hondo y algo sombrío pero lo embellece una confusión de plantas. Se apoyan unas a otras y atraen a los pájaros. Me gustaría disfrutar a todas horas de su canto pero me abstengo de ese placer a cambio de verlos siempre en libertad: el más bello plumaje.

Se lo comenté a una amiga. A los pocos días me trajo de regalo un colibrí de material sintético, de esos fabricados en serie que vuelan sólo en manos de los vendedores presentes en calles, avenidas y vías rápidas.

Temí que el colibrí se perdiera entre los libros y los muebles que hay en mi casa. Para evitar ese riesgo, y de una vez hacerme las ilusiones de que era un pájaro de verdad, lo ensarté en una pequeña jardinera. Una mañana en que salí a regarla encontré una parvada revoloteando entre las tibutinas, los geranios y las rosas. La escena se repitió en muchas ocasiones y pensé que tal vez las visitas frecuentes de las aves tenían por objeto sacar al colibrí de su inmovilidad y enseñarle las artes del vuelo.

Basada en esa suposición escribí un cuento infantil en donde ocurre el milagro. Nunca imaginé que muchos meses después, ante la embestida de la influenza humana –A/H1N1– iba a suceder otro.

II

La presencia del virus paralizó nuestra existencia. Ante el peligro del contagio las autoridades sanitarias dictaron estrictas medidas de higiene, nos restringieron el acceso a los lugares públicos y nos recomendaron permanecer recluidos en nuestras casas.

Para quienes no están acostumbrados a vivir esa experiencia la perspectiva resultó desconcertante, si no es que aterradora. No obstante, en medio del encierro, muchas personas descubrieron las posibilidades y los riesgos de la convivencia, el deleite de la lectura y los placeres de la conversación. De inmediato cubrimos la necesidad de relacionarnos con el exterior tendiendo puentes de saludos a la distancia; satisficimos la urgencia de ver el mundo acercándonos a las ventanas.

En la mía, una tarde apareció un colibrí. Diminuto, hermoso, capaz de comprender los movimientos de rotación y traslación de la Tierra, mantuvo unos instantes su aleteo suspendido y desapareció para seguir cumpliendo su invaluable tarea de polinizador. Minutos más tarde, cuando menos lo esperaba, volví a escuchar el extraño “gorjeo” del colibrí mientras en la pared se proyectó, recortada y perfecta, la sombra palpitante del ave.

La imagen, que no parecía salir de la realidad sino de un kinescopio, me recordó las tardes de mi infancia en el pueblo, cuando nuestro vecino –un comerciante al que apodaban El Diablo– cubría la pared de su trastienda con una sábana y proyectaba caricaturas en blanco y negro del Ratón Miguelito.

En medio de nuestro asombrado silencio, conforme iban apareciendo figuras en la improvisada pantalla, el proyector emitía un sonido muy especial. Entonces lo encontraba semejante a la cuerda de un reloj de pared, hoy lo asocio con el sonido de crótalos que emite el colibrí.

III

A la mañana siguiente, entre el canto de los otros pájaros, volví a escuchar la señal del colibrí: un mensaje de belleza y libertad enviado en clave Morse. En cuanto abrí la ventana el ave hizo un arabesco en el aire y se alejó hasta posarse en la rama de un fresno. Inmóvil, perfecto como la más exquisita miniatura, despertó mis deseos de atraparlo y de otros imposibles: detener el tiempo, cazar al viento, introducir el mar todo completo en una botella.

Al cabo de unos segundos el colibrí saltó entre las ramas, se perdió entre el follaje, obró el prodigio de darle al fresno una imposible floración tornasolada. Luego se alejó volando, dueño absoluto del espacio y de una libertad que el virus nos había robado.

En cuanto el colibrí desapareció tuve la impresión de que la calle se había vuelto parda. Sin su gorjeo el silencio era más pesado y amenazador. Reconocerlo me dio la noción de que empezaba a depender del chuparrosas. Imaginé cómo serían las horas sin sus visitas y decidí recurrir a un método sencillo para atraerlo: ponerle un bebedero.

IV

A la infinidad de cosas que me rodean se sumó uno de esos objetos siempre rojos que algo tienen de carroza de cuento, de buzos de cristal, de zepelín, piñata y globo de Cantoya. Lo colgué en la ventana lleno de agua azucarada y esperé el momento en que el colibrí reapareciera y clavara su pico para libar la miel.
Nunca antes había podido ver tan de cerca las maniobras que hace para satisfacer su apetito insaciable. Otra vez me maravillaron la velocidad del vuelo suspendido, la precisión y por fin la gracia con que, ahíto, se apartó.

Alguien me dijo en un aviario que estos animales poseen, entre otras capacidades, un impecable sentido de orientación que les permite volar grandes distancias sobre los mares y regresar a los lugares. Sé que debí de haber atribuido a ese don el hecho de que el colibrí hubiera vuelto a mi ventana varias veces durante los días sucesivos. Sin embargo preferí interpretar sus visitas regulares como actos generosos, pruebas de que entendía lo que sé: que su hermosura le daba serenidad a nuestra zozobra colectiva, belleza a la monotonía de mis horas de encierro y con su vuelo incesante me devolvía mi libertad.

V

Pronto adquirí el hábito de asociar el nuevo día con la llegada del colibrí. Minucioso como jamás imaginé que lo fuera, alrededor de las seis de la mañana anunciaba su aparición con ese ruido que llamo “gorjeo” pero que en realidad no tiene nombre. Esa carencia y la imposibilidad de cantar son el precio que ha pagado por ser reconocido, junto al quetzal, como una de las aves más hermosas del mundo.

Si sus apariciones me hacían pensar en todos los comienzos y en el retorno a la normalidad, sus desapariciones me llenaban de angustia y de preguntas, entre otras: ¿cuánto tiempo vive un colibrí? Cuando muere, ¿se aleja en las alas de otras aves? No lo sé. En cambio es seguro que su diminuto cadáver alimenta a la tierra. Es alentador pensar que el colorido de su plumaje reaparece en las rosas, los pensamientos o esas flores –también diminutas– que brotan entre las junturas del asfalto.

VI

Hace días ocurrió lo temido: el colibrí no llegó con su puntualidad matinal. Me asaltaron dos temores: que se hubiera olvidado de mi ventana o a que estuviese muerto. Para exorcizar las dos posibilidades descolgué el bebedero y sustituí el jarabe por otro fresco y más denso.

Inútil. El colibrí no volvió pese a que el bebedero, tocado por la luz del sol, resplandecía tentador. A sabiendas de que era una ilusión, salí a buscar al pájaro como esas personas que andan por la calle gritando el nombre de sus mascotas. Muchas colocan anuncios en las esquinas y en los postes ofreciendo recompensa por la devolución de un gato, un pequinés o un puddle que tienen determinadas características y responden a tal nombre.

En caso de que adoptara este recurso, ¿con qué características alguien iba a reconocer a mi colibrí? ¿Quién podría alcanzar su velocidad y sus alturas para atraparlo y traérmelo? ¡Nadie!

Me pasé el resto del día yendo de una ventana a otra con la esperanza de ver su aparición y de oír su magistral sinfonía de crótalos. Hacia el anochecer, cuando tuve que aceptar que toda esperanza era ya inútil, adolorida me resigné a perderlo para siempre. En ese momento me sorprendió darme cuenta de que mi dicha en estos días difíciles pudiera depender, en parte, de un animal tan pequeño e inasible.

Antes de cerrar la ventana agité el bebedero decidida a conservarlo como el recuerdo de un sueño.

VII

Esta mañana a las seis y media me pareció escuchar el gorjeo de mi colibrí. Pensé que era producto de mis deseos pero aun así me levanté y descorrí la cortina. Me invadió una felicidad inmensa al ver que frente a mi ventana estaba el colibrí con su sombra aun guardada, aleteando en su vuelo suspendido, mirándome. Al cabo de unos segundos hizo una maniobra vertiginosa y clavó el pico para libar la miel. Luego se fue a sus árboles, a las ramas en donde fabrica con telarañas sus refugios secretos para la temporada de lluvias.

VIII

Mientras escribo esta historia oigo cantar al colibrí en lo alto. Con su plumaje embellece la calle, con su gorjeo afirma el poder de la Naturaleza, el triunfo de la esperanza y me recuerda que en las cosas más pequeñas pueden estar las claves de la felicidad. Esa lección quedará en mí mucho tiempo, aunque mi colibrí no regrese jamás a mi ventana.

Cuando eso ocurra trataré de consolarme imaginando que él y su sombra se alejaron rumbo al norte sobre las alas de otras aves; que su colorido se reflejará todas las primaveras en el esplendor de los geranios, las tibutinas y las rosas.

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