Thursday, June 11, 2009

El voto sin partido o cómo usar la crisis

AGENDA CIUDADANA

Se va a echar de menos

La presencia de Javier Wimer

Lorenzo Meyer/ El Siglo de Torreón


Una buena razón para ir a las urnas el próximo mes, pero sin darle el voto a un partido, la resume un titular: "La clase política contra el voto nulo. Las dirigencias partidistas califican de peligroso el sufragio en blanco" (El Universal, 5 de julio). Para aquellos ciudadanos más que insatisfechos con la actual clase política y sus partidos -de todos sus partidos-, la irritación de la élite del poder -políticos, empresarios, Iglesia Católica, etc.- ante la idea de anular el voto o mejor aún, dárselo a un personaje sin registro usando para ello la casilla en blanco de las boletas, es todo un incentivo para seguir adelante con ese propósito. . El título de esta columna está inspirado en una propuesta que se le atribuye a Rahm Emanuel, el astuto y realista Jefe de Gabinete del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. La gran crisis económica y política que Obama heredó de la Administración de George W. Bush, dentro de la calamidad que era, tenía un lado bueno: facilitaba reencauzar el desarrollo general del país. El estado de emergencia económica, el fracaso de la invasión de Irak y el triunfo electoral de los demócratas habían destruido buena parte de los argumentos y capacidades de las fuerzas conservadoras que se oponían a una reestructuración a fondo del sector financiero, a un cambio en el unilateralismo que dominaba a la política exterior de Washington, a proteger de manera efectiva al medio ambiente, a una redistribución más justa del ingreso, a una mejora a fondo del sistema educativo, a un mayor gasto en ciencia y tecnología, etcétera. Así, la crisis era o podía ser la vía para deshacerse de lo malhecho e iniciar su reconstrucción. . En términos relativos, en México tenemos una crisis más profunda que la norteamericana. Nuestra crisis general lleva decenios y se compone de una gama de atolladeros sin salida fácil, de fracasos rotundos. Para empezar está el económico, que lleva ya un cuarto de siglo y que, a su vez, puede subdividirse en laboral, financiero, industrial, agrícola, fiscal, turístico, etcétera; seguido por el de seguridad, de representación política, de impartición de justicia, el educativo y finalmente, englobándolos y resultado de todos, el atasco moral.

Lo mismo las encuestas que la experiencia individual, muestran que en el México actual hay una buena cantidad de ciudadanos insatisfechos -algunos muy insatisfechos-, con el estado que guarda nuestra vida pública, que se sienten encolerizados por la persistencia de la corrupción a todos los niveles, desde la ventanilla hasta la presidencia, defraudados por la forma en que se llevó a cabo la última elección presidencial, burlados por el comportamiento de cada uno de los partidos políticos y por la no representatividad del sistema en su conjunto, decepcionados con todas y cada una de las instituciones que se supone regulan la vida partidaria y defienden la legalidad del voto -IFE, Trife, FEPADE, los institutos electorales estatales-, irritados con la forma en que se comportan los supuestos representantes populares -los legisladores locales y federales-, desesperados por la ineficacia de las burocracias, temerosos y contrariados por la imposibilidad de contar con una adecuada protección policiaca, desalentados por la ausencia de un proyecto nacional y por la pérdida de oportunidades al tiempo que países como China, India o Brasil, parecen dirigirse con confianza a un mejor futuro. Todo este conjunto de inconformidades y más, caracterizan la crisis actual mexicana.

Para hacer de una gran crisis una gran oportunidad de reconstrucción se necesita lo que hoy tiene Estados Unidos, pero de lo que México carece: un liderazgo con poder, con un gran proyecto, con una visión generosa, con enorme legitimidad, respaldado por un Gabinete seleccionado de entre los mejores y por un partido -el Demócrata- que ganó claramente la mayoría en las urnas y no como resultado de una campaña de miedo -ésa corrió a cargo de sus adversarios- sino de una propuesta imaginativa para rediseñar el capitalismo norteamericano sometiéndolo a reglas, poniéndole límites a las fuerzas del mercado y reviviendo el papel del Estado en beneficio de la mayoría, al estilo de Franklin D. Roosevelt hace poco más de setenta años.

Hoy en México, simplemente no existe ninguna de esas condiciones. Ningún partido registrado, de izquierda, centro o derecha, tiene un liderazgo que esté mínimamente a la altura de las circunstancias. Todas las oligarquías partidistas son notables por su mediocridad moral e intelectual, su voracidad y corrupción. Sin embargo, forzados por un calendario implacable e ineludible, esa clase política dividida en tres grandes partidos -con un grupo de rémoras- tiene que convocar a la ciudadanía para que, en las urnas, emita un juicio sobre el resultado de sus acciones, sobre los frutos de su conducta tanto reciente como histórica. Se trata, pues, de un México convocado a elecciones intermedias en medio del desastre y del desánimo.

Y es ahí donde los ciudadanos podemos tener una oportunidad de emitir una evaluación, de deslegitimar un arreglo cupular trágico y pasar así una factura, aunque sea simbólica, a las élites políticas y del poder e intentar abrir una brecha por donde, más adelante y con mayor esfuerzo, pueda introducirse el cambio.
. En este momento, las urnas no le ofrecen al ciudadano eso que constituye el sentido mínimo de la democracia electoral: la posibilidad de elegir entre proyectos realmente alternativos. El PRI se mantiene básicamente fiel a su esencia oportunista original: tiene intereses no ideología y ni siquiera ha cambiado al grueso de sus cuadros dirigentes. Y cuando aparecen líderes jóvenes, éstos resultan ser, en su esencia, una copia casi fiel de sus ancestros. Un buen ejemplo es el caso del gobernador del Estado de México, formado en la escuela de Isidro Fabela, continuada por Carlos Hank González y seguida sin cambio hasta Arturo Montiel.

Desde el sexenio de Miguel Alemán el PRI se escoró a la derecha y justo cuando adoptó el neoliberalismo como proyecto a fines de los 1980, se encontró con la posibilidad de forjar una gran alianza con un PAN que había nacido en la derecha. En esas circunstancias, PRI y PAN trocaron características y papeles: a cambio de un apoyo indispensable tras el desastre de la elección de 1988, el PRI integró al PAN al círculo del poder y ya una vez ahí y por la vía de la negociación, el PAN dejó fuera su compromiso histórico con la democracia y la honestidad administrativa.

Por su parte, la izquierda, tras la enorme frustración producto de de dos derrotas a la mala en las urnas, llevó sus divisiones originales a sus últimas consecuencias en medio de una guerra interna dominada por la pasión fratricida. En esa lucha, el ala más "negociadora" o "moderna" contó con la simpatía y ayuda del Gobierno, de los medios de comunicación, y de toda la gama de intereses que conformaron el gran frente antilopezobradorista de 2006. En esas condiciones, el PRD dejó de ser opción para quedar simplemente en una burocracia más, alimentada por los subsidios que dispensa el IFE, y que no se distingue en nada sustantivo de las del PRI y el PAN excepto por tener una cuota de poder menor.

La solución de fondo es una nueva fuerza electoral pero en la coyuntura actual sólo queda el rechazo al arreglo existente. La mejor vía no es la abstención electoral porque se confunde con la simple desidia e indiferencia. Hay que mostrar voluntad yendo a las urnas y demandar lo que aún no existe: una auténtica opción. Una forma de hacerlo es votando en blanco o anulando el voto. Desde que en 1997 los votos más o menos se cuentan, este voto promedia el 2.76%; cualquier porcentaje que supere la cifra anterior sería un claro indicador de protesta. Otra posibilidad aún mejor es hacer uso del espacio en blanco de la boleta y poner ahí, de puño y letra, el nombre de un personaje real o ficticio que encarne nuestra esperanza o frustración; la autoridad electoral está obligada a registrarlo y dejar constancia que no fue una equivocación del votante sino un acto consciente de rechazo a la calidad de la vida política mexicana.

Actuar el 5 de julio de manera contraria a lo que nos pide la élite del poder mexicana, podría ser un paso, modesto si se quiere, en la deslegitimación de un sistema partidista que no cumple con su función y, por eso mismo y si hay suerte, una oportunidad para empezar la construcción, de nuevo y desde abajo, de algo mejor.

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