Thursday, February 11, 2010

La persecución de los perversos




en el México novohispano

Para el México colonial, regido por la moral de la Iglesia católica, las mujeres eran débiles e ignorantes, pero también peligrosas pecadoras. Así, si un hombre se atrevía a sostener relaciones sexuales con otro, adquiría cierto tenor femenino que lo degradaba. A pesar de que el destino de muchos homosexuales de la época era la hoguera, las redes clandestinas de contactos entre hombres estaban tejidas de forma sólida. El castigo no era igual para todos los participantes; según su rol, unos eran más culpables que los otros.


Fernando Mino




La fuerza de la naturaleza siempre se impone a los designios divinos. En la visibilidad de la superficie y a la luz de los reflectores, o en la oscuridad, detrás de los matorrales. Por eso la virtud consiste en resistir las tentaciones, sobre todo las de la carne, según la imaginería católica que caló hondo en la cultura latinoamericana. Por eso el pecado sigue siendo combatido, por eso mantiene su halo de seducción.


Desde el siglo XVI, y hasta bien entrado el XIX, la justicia consideró delitos las prácticas sexuales fuera de los estrechos márgenes de la moral católica. El adulterio y la prostitución eran lo menos grave en un universo represivo aterrado por el delito nefando: la sodomía, según la ley medieval, “ofende a Dios” e “infama a la tierra”. El castigo recomendado para los que la practicaran fue, primero, la lapidación bíblica, después, la siempre purificadora hoguera.


La persecución, particularmente activa durante el siglo XVII, dejó, paradójicamente, una invaluable ventana para asomarse a las prácticas sexuales disidentes en una época de otra forma homogénea. Gente que explica, niega o justifica su deseo, y la descripción de una moral mucho más relajada que la predicada por el clero. Los expedientes criminales contienen, a ese respecto, una historia vital —incluso erótica— del deseo. Pese al asfixiante clima moral que acalla y oculta, “putería ni hurto nunca se encubren mucho”, como reza un refrán español del siglo XVI.


Historias de deseo y redención
La tarde del 15 de agosto de 1604, en pleno festejo de la Asunción de la Virgen María, Simpliciano Cuyne y Pedro Quini fueron sorprendidos teniendo sexo dentro de un temazcal. Fue en pleno Valladolid, la capital de la provincia novohispana de Michoacán. Un chamaco de catorce años los vio y corrió a avisarle al cura que encontró a los dos indígenas purépechas “el uno ensima del otro desatacados los calzones como si fueran hombre y muger.”


Cuyne y Quini trataron, sin éxito, de huir. Cuyne, de 20 años, se refugió algunos días en la parroquia de San Agustín, donde había sido sacristán; las autoridades civiles lo sacaron por la fuerza. Quini, de unos 25, fue de inmediato arrestado, todavía medio borracho.


En su declaración, Simpliciano —vecino del barrio de San Agustín, casado y con hijos— contó que estuvo charlando y bebiendo pulque con unos amigos cuando un desconocido (Pedro Quini) se les acercó para tratar de venderles unas telas. Cuando tomó camino de regreso a casa, el vendedor lo siguió y le rogó tanto que se detuviera y que bebiera con él, que por fin accedió. Simpliciano “se fue al dicho temascal y entro primero y se echo al suelo para dormir y luego el dicho yndio [Pedro Quini] se llego a este testigo y le comenzo a abrasar y a besar y le metio la mano en la bragueta”. Le dijo luego que tenía “mucho deseo” y que si se “lo hacía”, le daría la tela como retribución.


Simpliciano se negó, pero Pedro le desamarró el calzón de manta y luego el propio. Ya no se pudo negar y “como si estubiera con una muger cumplio con el y tubo copula carnal”. En su defensa alegó que era la única vez que había cometido actos de sodomía y que nunca aceptó la tela ofrecida como remuneración; hacerlo habría sumado a la falta el delito de prostitución.


Por su parte, Pedro Quini —también casado y vecino de Tzintzuntzan— negó al principio los hechos, alegando que estaba muy borracho para recordar, pero luego aceptó los cargos y, arrepentido, confesó que era puto y había cometido actos carnales con varios hombres de la región —también llamados putos en las actas procesales. Trece varones homosexuales fueron implicados por Quini. Uno de ellos, Francisco Conduyi, también originario de Tzintzuntzan, tenía relaciones sexuales con hombres en su casa en forma cotidiana y vivía con otro indígena, Ticata, que “le servía como si fuese su muger”.


Condiyi y Ticata tuvieron la fortuna de escapar, pero cuatro de los implicados fueron capturados y obligados a confesar, algunos bajo tortura. A todos, salvo a Simpliciano Cuyne, les confiscaron sus bienes y para septiembre de 1604 ya habían sido sentenciados a morir a palos antes de ser quemados en la hoguera.


El caso de Simpliciano fue especial: fue absuelto por la intermediación del párroco del pueblo de San Agustín. El favor del cura y su propia juventud le hicieron el milagro; a finales del siglo XVI la Inquisición, preocupada por el gran número de jóvenes procesados por sodomía, amplió a 25 años la edad para ser juzgado por ese delito. Quizá Cuyne también atenuó su responsabilidad por ser la parte activa en el coito. Su pecado fue no resistir la tentación de la carne —los besos y toqueteos de Quini—, nunca tener deseos “desviados”.


El sodomita sin atenuantes, el puto —según el buen castellano de la Academia Española de la época—, era “el sugeto de quien abusan los libertinos”, es decir, aquel que se asume pasivo y, con eso, practicante contumaz de la sodomía.


Procesos como este muestran la existencia de redes de varones homosexuales y de códigos de comunicación y de seducción, una pequeña comunidad subterránea de putos —para no incurrir en el anacronismo de un supuesto gay pride colonial— que compartían deseos y erotismo, y sobre todo que sabían donde encontrar y practicar sexo con otros varones.


El pecado del afeminamiento
Medio siglo después, en la ciudad de México, fue arrasada otra red de varones homosexuales. En el centro de la comunidad estaba Juan Galindo de La Vega, un “mulato afeminado”, que se hacía llamar Cotita de la Encarnación. Era 1657 y su delito no sólo fue practicar actos de sodomía, sino exhibirse con la cintura ajustada, pañuelos en la cabeza y listones en las mangas de su blusa, además de sentarse “como una mujer”, y hacer tortillas, lavar y cocinar.
A Cotita solían visitarlo en su casa hombres jóvenes, a quienes llamaba “mi alma”, “mi vida” o “mi corazón”. Una mañana fue sorprendido a la sombra de un sauzal con un amante por una piadosa lavandera que lo denunció a la autoridad. Luego de varios días de búsqueda fue sacado de su domicilio junto con otros cuatro varones.


La tortura los hizo confesar e involucrar a 123 hombres. Diecinueve fueron aprehendidos y sometidos a proceso. En 1658 Cotita y otros trece homosexuales fueron quemados en la hoguera. Un condenado más, un amante de Cotita de 15 años, se salvó de morir: recibió 200 azotes y fue vendido como esclavo por los siguientes seis años.


Otro de los procesados fue Juan Correa, un mestizo de setenta años que gustaba de organizar fiestas con amigos y muchachos en su casa. Correa tenía sobrenombre femenino, La Estampa, y solía ponerse “su capa bajada u llevada alrededor de la cintura, [la cual] revoloteaba de uno a otro lado mientras bailaba con los demás”. Como Correa, por lo menos ocho de los ejecutados solían vestir con ropas de mujer.


En el centro de las persecuciones y de la violencia extrema contra los homosexuales estaba la profunda misoginia de la sociedad colonial. En los documentos judiciales se asocia lo femenino con la debilidad, la ignorancia y el pecado. Para la ideología colonial, las mujeres carecían de razón, por eso las subordinaban a los padres o esposos. Asimismo, eran vistas como fuente de infección; el rudimentario conocimiento médico les atribuía los contagios de las infecciones de transmisión sexual.


El afeminamiento en un varón era, por tanto, una renuncia a la razón, la negación de su propia condición humana. Si el contacto sexual entre varones era pecaminoso, ostentarlo era imperdonable.


A las mujeres se les podía controlar, reducir al espacio doméstico, vigilarlas para evitar que dieran rienda suelta a su propensión pecadora, pero los varones “que servían de mujer” eran muy peligrosos, por cuanto vivían en libertad y solían pasar desapercibidos. Por eso eran incomunicados en las cárceles mientras estaban en procesos judiciales, para evitar que “contagiaran” al resto de los presos. Por eso eran condenados a muerte.


Los privilegios de la fe
Por supuesto, los archivos han conservado una visión muy parcial del homoerotismo durante la época. Indios, mestizos, mulatos y otras castas dominan ese universo erótico, mientras que los peninsulares y los miembros de la élite, como el clero, apenas son mencionados.


A ese respecto, el virrey don Francisco Fernández de la Cueva manifestó su alivio de que ningún hombre de bien fuera involucrado en el proceso de Cotita. En carta enviada a la corte española se ufanó: “No está en la causa hombre ninguno no sólo de calidad, ni de capa negra, todos mestizos, indios, mulatos, negros y toda la inmundicia de este reino”. Si bien Cotita y el resto de los ejecutados mencionaron a 26 españoles, ninguno fue capturado, y eso, para la doble moral, es lo que cuenta.


Otro proceso, también en ese 1658 en la capital de la Nueva España, fue el iniciado en contra del jesuita Matheo de Urroz, quien cometió el pecado nefando con un mestizo humilde de 19 años llamado Gerónimo. La atribulada madre acompañó al joven arrepentido a denunciar a su confesor —quien le dio tablillas de chocolate y un real para que guardara el secreto— ante la autoridad civil.


El caso se archivó sin sentencia, al menos pública, pero con un vago rumor sobre el traslado del religioso a Guatemala. Los varones de capa negra ciertamente gozaban de privilegios y difícilmente terminaban en el fuego purificador.


El legado de esa época negra todavía se deja sentir, desde los púlpitos y otros espacios de poder religioso. Al fuego de la hoguera le sucedió un discurso incendiario, que señala las conductas “anormales” al tiempo que cobija bajo sus sotanas a los “pecadores” dentro de sus filas. Pese a todo, fuera de los abismos de sus condenas, el deseo encuentra cauces para hacerse visible, expresarse en todas sus formas e incluso para —horror— reivindicar derechos. Uno de los saldos positivos de la modernidad, que no es otra cosa que la realidad, y la naturalidad del deseo sexual, imponiéndose finalmente a la idea de lo divino.


Fuentes:
— Zeb Tortorici “‘Heran Todos Putos’: Sodomitical Subcultures and Disordered Desire in Early Colonial Mexico”, en Ethnohistory, número 54:1 (invierno de 2007).
— Laura Lewis, “From Sodomy to Superstition: The Active Pathic and Bodily Transgressions in New Spain”, en Ethnohistory, número 54:1 (invierno de 2007).
— Luis Morales González, “Sodomía en la Nueva España: El proceso de 1657-1658”, ponencia, III Encuentro Nacional de Escritores sobre Disidencia Sexual e Identidades Sexuales y Genéricas, UACM.

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