Sunday, June 27, 2010

La dignidad se llama José Saramago





La dignidad se llama José Saramago
Rodolfo Alonso
Me tocó conocerlo, hace no pocos años, en una de esas librerías que honraban Buenos Aires, no dedicada al castellano sino a otras lenguas europeas, entre ellas el portugués, y que fueron barridas –como tantas iniciativas loables– por el maremoto de la banalidad globalizada.
Aun de espaldas se parecía al Quijote, y no sólo por el talante humanista y gentil: era alto, más que delgado, casi cenceño. De todo su ser emanaba una serena dignidad, la humildad de los grandes. Porque algo tenía del buen Sancho, no sólo por la cuna dignamente humilde, de la que con justicia se preciaba, sino por el linaje campesino, hecho de trabajo y discreción.
Le oí hablar en público, entonces, y nunca alzó la voz. Era sencillo, la sencillez misma, pero también profundo y, aunque siempre mesuradamente afable, asimismo –cuando era pertinente, como demostraría– capaz de decir no. Su lenguaje era limpio, recién lavado, fluyente y sosegado como arroyo que pule sus guijarros. El portugués lo enunciaba con la punta de la lengua, casi de forma sibilina, pero con un tono seductoramente encantador, bajo, modulado en frases graves pero nunca solemnes. Sin duda había allí mucho del valor que el campesino solía dar (cuando el mundo aún no había sido colonizado por el ruido) a las pocas palabras, y al silencio en que nacen y se enmarcan.
Conoció la pobreza, casi extrema, muy pronto y mucho tiempo. Pagó el injusto precio de abandonar estudios para ganarse honradamente la vida con sus manos. Pero nunca dejó de leer, en libros que muchas veces no podía comprar. Y tampoco cesó nunca de escribir, como debe ser, por pura necesidad y sin el menor ánimo de lucro, con el mismo ahínco y la misma callada, bendita tozudez del labriego que arranca de la tierra el pan para sus hijos.
Debió esperar para ver editado su primer libro. Pero no le cupo nunca, como demostró hasta el fin, quedarse de brazos cruzados. Y el reconocimiento, la consagración y la gloria con que la vida iba a sorprenderlo, sin que se hubiera preocupado de ello en absoluto, no lograron jamás hacerlo renegar de sus orígenes, de su entrañable solidaridad con los humildes, o del respeto hacia su lengua.
Mi último contacto fue por interpósita persona. Cuando Hermenegildo Sábat me presentó sus bellos dibujos para el libro Anónimo transparente, que honraría a otro gran portugués universal: Fernando Pessoa, y con el cual me honraba a su vez sugiriéndome un prólogo, no pude dejar de señalarle que ese libro encontraría feliz cabida en Portugal. Para mi sorpresa no resultó fácil editarlo allí hasta que Saramago, con su fraterno ojo avizor, no dio el empuje que lo concretaría. (Después de todo, el único texto suyo que me ofrecieron comentar en vida fue su excelente libro dedicado a Pessoa, El año de la muerte de Ricardo Reis.)
Así como el gran Mallarmé despidió magníficamente a Poe (“Tel qu’en Lui-même en fin l’Eternité le change”), salvando por supuesto las siderales distancias en mi caso, podríamos intentar consolarnos sintiendo que, al llevarse a José Saramago, la muerte no ha hecho sino volverlo él mismo para siempre.




José Saramago escribiendo Caín. Fotos: Fundación José Saramago


José Saramago, un lusitano indomable


Guillermo Samperio

Llegó a mí un libro de mi amigo José Saramago por ahí a principios de los años noventa, me lo obsequió un tallerista, de quien no recuerdo el nombre. El libro era El evangelio según Jesucristo y resultó ser uno de esos libros que desde que empiezas a leerlo es impresionante y hasta cierto punto vejatorio para aquellos que tienen fe en el Dios católico, considerando el texto blasfemo. Propone un Jesús humanizado, lo cual conlleva a la reflexión de nuevas hipótesis; algo sencillo: qué pasaría si lo bueno fuera malo y viceversa. El diablo es la verdadera entidad noble y el Dios de Saramago es embustero y suele engañar a su hijo Jesús con artimañas. José se basa, desde luego, en las escrituras bíblicas desde la visión de quien cuestiona lo establecido. Me resultó evidente el ingenio y la creatividad dentro de esta polémica novela, como la mayoría de su obra. Crea algo que es tan paralelo a lo que ocurrió en verdad con recursos de alta escuela literaria.
José de Sousa Saramago, conocido simplemente como José Saramago, nació en Azinhaga, Portugal, el 22 de noviembre de 1922, hijo de campesinos que no tenían tierras para trabajar; en 1925 la familia se trasladó a Lisboa. José inició allí sus estudios de bachillerato; no pudo terminarlos por falta de recursos económicos. Estudió por cinco años, en una escuela industrial, para mecánico; trabajó en este oficio. A la manera de otros escritores autodidactas, visitó con frecuencia la biblioteca central en la capital portuguesa, leyendo casi cualquier libro que se le cruzara. “Y fue así, sin ayudas ni consejos, apenas guiado por la curiosidad y por la voluntad de aprender, que mi gusto por la lectura se desenvolvió y pulió”, aseguró el escritor, quien también trabajó como administrativo y luego como editor.
Saramago entró a otro aspecto del mundo de la literatura a finales de los años cincuenta al ingresar en la editorial Estudios Cor, lo que le permitió saber de buena tinta y establecer relaciones de amistad con algunos de los escritores portugueses importantes de su tiempo, como José Cardoso Pires, Jorge de Sena, Antonio Lobo Antunes, entre otros; vale recordar que la relación entre Antunes y José se fue distorsionando hasta el momento en que ambos pretendían el Premio Nobel y se transformó en odio recíproco, acrecentado al ganar Saramago el Nobel en 1998, bajo el impulso, en principio, de la multipremiada novela El año de la muerte de Ricardo Reis.
Regresando a su carrera literaria y laboral: para mejorar el presupuesto familiar comenzó a dedicar parte de su tiempo libre a trabajos de traducción de autores como León Tolstoi y Charles Baudelaire.


Saramago y Pilar del Río en su biblioteca de Lanzarote durante una jornada diaria normal
En 1944 se casó por primera vez, con Lida Reis, y en 1988 por segunda vez con la que sería su traductora oficial, originaria de Sevilla, nacida en 1950, Pilar del Río, periodista y en buena medida la causante del éxito de los libros del escritor lusitano después de su unión matrimonial.
Así publicó su primera novela, Tierra de pecado, en 1947, contando con apenas veinticinco años de edad. Después dejó de escribir novelas cerca de treinta años porque, según expresó, “no tenía nada que decir y cuando no se tiene nada que decir, lo mejor es callar”. Escribió algunos poemas y ensayos tales como Poemas posibles, Probablemente la alegría, De éste y del otro mundo, El equipaje del viajante, Apuntes y simultáneamente en diversos periódicos como Diario de Noticias, del cual llegó a ser subdirector, y en revistas como Seara Nova, hasta 1976, año en que de nuevo se dedicó de lleno y en exclusiva a la escritura. Ya sus incipientes publicaciones en prosa, como Manual de pintura y caligrafía, publicada en 1977, y Alzado del suelo, publicada en 1980, lo acreditaron como un autor de seria originalidad, y dan cuenta de su controvertida visión de la historia y la cultura.
El primer impulso de reconocimiento internacional le llegó en 1982 con la aparición de su ya legendaria novela Memorial del convento. Sobre ella, Saramago dice: “Un padre jesuita que inventó una máquina capaz de volar y subir al cielo sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo todo lo puede, aunque no pudo, o no quiso hasta hoy. Ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto.” A esta obra le siguió la novela memorable El año de la muerte de Ricardo Reis. En esta novela, su precisa y sentimental indagación de la vida de Fernando Pessoa se convierte con rapidez en una obra de culto que traspasa todas las fronteras, incluyendo México. Sobre tal texto opina: “Me atreví a escribir una novela para mostrar al poeta de las Odas algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936.”
Ensayista, dramaturgo, poeta, periodista, novelista, se preocupa de las relaciones humanas; miembro del Partido Comunista de Portugal desde 1969, Saramago dijo alguna vez que su comunismo era hormonal y debido a esto sufrió censura y persecución durante los años de la dictadura de Salazar.
En 1974 se incorporó a la llamada Revolución de los claveles, que provocó la caída de la dictadura salazarista y permitió que Portugal se convirtiera en un Estado de derecho democrático. Fomentando la comunidad pero manteniendo la individualidad, el estilo literario de Saramago es muy peculiar, apegado más a formas musicales que literarias, con una ortografía y una sintaxis fuera de la norma.
Más adelante, en 1991, su obra El evangelio según Jesucristo critica que en el Nuevo Testamento hubiera mártires que tuvieran que esperar más de treinta años para que su creador pronunciara su primer palabra sobre ellos, que no salvara la vida de los niños de Belén la única persona que pudiera hacerlo; esto, entre otros temas de trato severo por Saramago, despertó una polémica sin precedentes en Portugal y, como consecuencia, el gobierno decidió vetar la presentación de la novela ante el Premio Literario Europeo de ese año. Allá por 1992, al final del gobierno conservador de Aníbal Cavaco Silva, éste comentó que El evangelio... “ataca principios que tienen que ver con el patrimonio religioso de los cristianos”.
A modo de reprobación, el escritor se va del país y se instala en la isla canaria de Lanzarote. Se consideraba ateo y al respecto apuntó: “No creo en Dios y no me hace ninguna falta. Por lo menos estoy a salvo de ser intolerante. Los ateos somos las personas más tolerantes del mundo. Un creyente con facilidad pasa a la intolerancia. En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los otros. Por el contrario, sólo han sido útiles para separar, para quemar, para torturar. No creo en Dios, no lo necesito y además soy buena persona.”
Antes de esta polémica que se convirtió en una discusión, en principio europea, aunque alcanzó rasgos internacionales, José Saramago fue invitado en 1990 a México por iniciativa mía como director de Literatura del INBA y con acuerdo del escritor Hernán Lara Zavala, director de Literatura de la UNAM, al Encuentro Internacional de Narrativa, que se llevó a cabo en Morelia, Michoacán, cuando a Saramago nadie lo conocía en México. Casi pasó desapercibido, no sólo por la desinformación entre escritores, aunque repartimos entre los medios su currículo. Su participación fue correcta, discreta, viajando en los autobuses destinados para el trayecto DF-Morelia-DF; tuve oportunidad de hacer amistad con él y conversamos largo, en tanto que todavía no era acaparado por la prensa del mundo ni por los compromisos que implica un Premio Nobel. Por entonces me recomendó que leyera a Antonio Lobo Antunes y el diario de Virgilio Ferreira, Cuenta-Corrente, además de sus cartas. Que el primero era la exuberancia narrativa mientras que Virgilio era la intimidad, la escritura del interior; que ambos le agradaban pero que a veces no lograba penetrar los árboles intrincados de Antunes. Más adelante, ya con el Nobel encima, lo pude ver pocas veces en sus viajes relámpago a México.
En 1995 publicó Ensayo sobre la ceguera, que se le ocurrió mientras viajaba en un taxi, y pensó en qué ocurriría si en ese momento el taxista se quedara ciego. Cuando empezó a escribir esta novela no sabía cuál personaje sería el principal, hasta el capítulo tres. Es una novela que muestra una sociedad que tiene un penetrante egoísmo que marca a los distintos personajes en la lucha por la supervivencia, no importándoles el prójimo; se convierte en una parábola de la sociedad actual, extendiendo así el significado de ceguera a algo que va más allá del propio padecimiento físico.
En 1997 sale a la venta su obra Todos los nombres y la traducción al español, o mejor dicho, adaptación, fue hecha a la par por su esposa Pilar del Río, y el personaje principal del libro se llama José en la traducción.
Sus obras han sido traducidas a casi todos los idiomas. Es importante remarcar que, como me lo dijo, fue buen lector de autores latinoamericanos; entre ellos mencionó a Vargas Llosa, Onetti y a Sábato, además de expresarme su admiración por Rulfo.
Defensor de las minorías, nunca se quedaba callado ante lo que para él era injusticia; no apoyó la guerra de Irán. Apoyaba la causa de Aminatou Haidar, mujer, activista saharaui, que defiende los derechos humanos de su tierra y que no quiere recibir la nacionalidad marroquí y regresar a su país sin documentación; de lo contrario moriría por la huelga de hambre a la que ella se sometió.
Saramago visitó, junto con su esposa, el estado de Chiapas y dijo: “Nunca, aun cuando como escritor imagino cosas terribles, he creído que podía vivir así un pueblo. Vivir unos días con ellos no son suficientes para conocer esa cultura, que es otra.” No le gustó lo que vio y la forma en que el gobierno actuaba al respecto. Sobre esta situación opinó: “Cuando un bando es un ejército paramilitar, protegido por las fuerzas armadas regulares y amenaza con un arsenal al otro bando, que es un pueblo indígena, gente que no tiene ni agua para beber, eso, eso no es una guerra. En los días que estuve en Chiapas hubo tiros.”
Saramago no escribía para desagradar ni para degradar; escribía para desasosegar, para que sus libros fueran considerados libros para el desasosiego. No creía en Dios por una razón sencilla: no lo había visto y tampoco se lo había presentado ningún sacerdote, y el único lugar en donde podría estar, lo mismo que Lucifer, era el cerebro. Decía, por ejemplo: “Pensar que hay un Dios es un absurdo total, ya que descansó una eternidad e hizo el universo en seis días, aunque nadie sabe para qué y volvió a descansar, ¡y sigue descansando! Pensaba, además, que sería muy aburrida la vida si sólo esperáramos el día de nuestra muerte para estar en el paraíso.”
Para Saramago, escribir era algo más de lo que hacía, además, con el debido tiempo y con cierta rutina: “No soy nada romántico. No creo que en las noches las ideas fluyan con más facilidad ni creo en los amaneceres inspirados. Trabajo entre las tres y las siete de la tarde, o entre las cuatro y las ocho, y siempre me digo que escribo porque almorcé y ceno porque escribí. No creo en la inspiración, sino en el trabajo. La rutina no es mala si uno sabe exigirse. A una novela le dedico el tiempo que ella requiera. Por lo común ocho o diez meses son suficientes para un libro de cuatrocientas páginas.”
Pensaba de forma concienzuda en el tema central de su próxima obra, ya que ello le tomaría buena parte de su tiempo, hasta ver el final de su libro. En sus obras se encuentra una forma peculiar de escritura: no existen signos de puntuación. En especial con las novelas (como en la novela El general en su laberinto, de García Márquez) se encuentra en una situación un poco complicada por la ausencia de puntuación, ya que de cualquier manera necesita darle un enjambre por el que el lector se pueda guiar. Incluso cuando aparece un punto o una coma, son señales de pausa al igual que para la música:

Por lo menos yo lo tengo claro (aunque tampoco quiero que todo el mundo lo suponga igual), pienso que nosotros hablamos como si estuviéramos haciendo música porque la música y la palabra, el hecho de hablar, se hace con sonidos y con pausas. La música más espiritual o la música de peor calidad tienen pausas y sonidos. Cuando se elimina, en la práctica, toda la puntuación, el texto busca que el lector no lea pasivamente, sino que construya el texto con el escritor o con la voz del texto, gracias a esa voz que el lector debe estar escuchando.
Igual que el pintor o el músico, Saramago va borrando los rastros que dejó, razón por la que el lector tendrá que abrir una ruta, y sus huellas jamás coincidirán con la del escritor. Serán otras dudas, otras pausas, otras hipótesis.
José Saramago falleció el pasado 18 de junio, a la edad de ochenta y siete años, víctima de leucemia crónica. Vivió para contarlo, reflexionar y hasta burlarse de ello


En Lanzarote con Carlos Reis. Foto: Fundación José Saramago


Responso triste por
una amistad remota

Jorge Moch


Ah, Monsi, por qué hoy que tanta falta nos haces
Mi amistad con José Saramago fue remota más allá de la obviedad geográfica que abisma su amada Lanzarote de mi cerro veracruzano o las respectivas convulsiones del mundo en su natal 1922 y mi 1966, pero logró crecer, salvar escollos de espacio y tiempo, convertirse en algo muy parecido al cariño. Una amistad remota pero intensa, porque Saramago sin saberlo estuvo y va a estar siempre cercano, pulsante, aquí. Esta, la suya, meditada tanto por él y prevista en muchas reflexiones suyas es la tercera muerte de un escritor que me duele tanto como si fuera, que lo fue, un abuelo mío, un pariente cercano: un amigo. Como Arreola. Como Cortázar, sus libros en mi cabecera, entrelazadas sus páginas en abrazo fraterno. Es uno de los grandes abuelos de mi sagrario, espíritus santos de una multiplicada trinidad imbatible, que pelearon tanto sin saberlo por encabezar mi santoral de autores e invariablemente llegaron empatados. Allí, cerca de Cioran y Rulfo, de Quevedo y Cervantes, de Keats y Lorca, de Neruda y su querido Pessoa.
Conocí a Cortázar sólo a través de la magia de su pluma. Conocí a Arreola por la maravilla de sus letras y su inteligencia barroca, sus hieráticas apariciones públicas y por el anecdotario de los amigos, como Guillermo García Oropeza, o de la progenie, como su nieto Alonso. A Saramago en realidad apenas lo pude conocer en persona (si conocer es siquiera sentarse a conversar con alguien), pero en cambio sí pude estrechar su mano muchos años después de leer un primer libro suyo, en el vestíbulo de un hotel, durante una de sus visitas a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, rodeado de gente que, supongo, lo aturdíamos un poco. Tuve la suerte de presenciar varias conferencias suyas y la última vez que lo vi fue en una lectura escénica que hizo en el teatro Diana, también en Guadalajara, acompañado por Gael García Bernal, la violonchelista Jimena Giménez Cacho y un perro pachón echado a sus pies, atento, como el público que abarrotamos las butacas, a las palabras de Saramago, a su letra hecha verbo.
Saramago me enseñó a escribir y también a pensar. Suelo repetir frases suyas. Una de mis favoritas es “La tragedia de los creyentes es que supeditan el intelecto a su fe”, hoy casi un grito de guerra en la resistencia. Fue un convencido de la libertad humana, férreo defensor de la manumisión del pensamiento y acuñó frases como dagas de acero quemante y certero, que parecería forjado en las fraguas de Vulcano en lugar de su cuna en Azinhaga; dagas que siempre hicieron diana en el corazón negro de la hipocresía. Sus libros salieron a la calle siempre bañados en tinta de irreverencia. Supo lo que es ser perseguido por cuestionar, por argumentar, por hacer de la inteligencia y de la literatura herramientas –evito en su caso decir “armas” bellas pero implacables. Fue inmisericorde con la estupidez, la corrupción y el oportunismo.
La narrativa insumisa de Saramago me embrujó desde la primera vez que leí algo suyo. Su prosa insolente, vulpina, que saltaba las convenciones de la ortografía y los cepos de lo políticamente correcto, trituradora de dogmas, reveladora de prodigios, es un prodigio en sí misma, la más depurada sustancia que destilaron la sagacidad, la creatividad infinita, las obsesiones, la indignación de su autor, la prefectura no pocas veces iracunda de una moral genuina, nacida de la sencillez, esa elemental decencia que apadrinan el sentido común y un tenor de bondad. No hay muerto malo, decimos siempre con sorna; Saramago habrá tenido lo suyo de irritante y de encantador, de maniaco e intransigente como de generoso y sabio. Apostaba públicamente a causas justas, así que no hay por qué sospechar mezquindades en saludar al vecino, la compra del pan o al pedir su café. Sufrió persecuciones y amenazas, y eso lo predispuso invariablemente a solidarizarse con los oprimidos, nunca con los opresores, aunque llegara a tratarse de antiguos camaradas o de quienes alguna vez alinearon con su misma ideología. Nunca abandonó la coherencia de su discurso político. Y nunca se hizo grandes ilusiones, tampoco, porque era un escéptico inveterado, un misántropo amoroso y dialéctico, como él mismo decía y yo cito cada que puedo, “sanamente pesimista”.


Seguidores de Saramago alzando las portadas de sus libros al paso del féretro del Nobel portugués A la izquierda; Memorial del convento; el título con el que fue incinerado. Foto: Reuters/ Rafael Marchante
Es difícil hasta la tontería decir con cuál de sus libros me quedo. He leído casi toda su obra, pero afortunadamente no la he agotado. Fue un autor prolífico y polisémico. Quizá como escritor siento alguna debilidad por sus minuciososCuadernos de Lanzarote o por su exhaustivo Viaje a Portugal porque con cada piedra que escribió, cada palabra que labró, construyó un retrato vivo y palpitante, único, de sí mismo y de su amado terruño con todo y sus vaivenes anímicos, su relación extraña con esa tierra de la que un día decidió marchar. Por todas esas lecturas hoy sólo queda mezclar con mis condolencias y mi tristeza unas infinitas gracias a Pilar del Río, su traductora y compañera de veredas.
Mi amistad con Saramago fue remota, y anónima si se la mira como la amistad de lector que fue, es y será hasta el día que yo mismo muera, pero de alguna manera fue recíproca, porque Saramago nos quiso a cada uno de sus lectores. Le gustaba conocernos.
Saramago se apagó, ha muerto ya porque a todo albor sucede el ocaso. Se evaporó el niño deslumbrado de Azinhaga, el incansable viajero de Portugal y el mundo, el timonel de la almadía mineral con la que imaginó el beso milagroso de dos continentes. Se ha eclipsado el explorador de la deriva y también de la caverna de Platón, extraviado en el laberinto del minotauro. Pero queda su voz, y brilla su pensamiento cifrado en las letras de casi todas las lenguas, convertido en diálogo permanente con todos nosotros, en prosa dura y musical, en poesía que razona y aglutina, en punto de encuentro, en aleph. Para siempre y aunque haya dicho alguna vez que la inmortalidad no existe, porque ya es de otra sustancia inmemorial y democrática, que se queda repartida entre los muchos que lo guardamos en ese espacio vital que media entre el corazón y el librero en que reposan nuestros libros más amados.




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