Sunday, September 26, 2010

La literatura del narcotráfico


Orlando Ortiz

La primera pregunta que me asalta a propósito de la llamada “narcoliteratura” (el entrecomillado obedece, como se verá, a que cuestiono tal denominación) es si en verdad existe, o si es un prejuicio. Porque en la primera mitad del siglo pasado se escribieron muchas novelas cuyo eje eran los caciques; sin embargo, nadie aventuró la idea de que hubiera una caciqueliteratura. De igual manera, en la segunda mitad proliferaron los relatos cuya acción se desarrollaba en el df y nunca oí que se hablara de chilangoliteratura.
Posteriormente, en toda Latinoamérica se dieron novelas con el tema de los dictadores y tampoco se habló de una dictadoliteratura o cosa por el estilo. El nombre narcoliteratura tiene algo, o mucho, de retintín, de intención –consciente o subconsciente– peyorativa. Y no es cuestión de semántica. En la expresión narcoliteratura late, en el fondo, un silogismo del tipo: la droga es mala para la salud, luego la narcoliteratura es mala para la literatura. Por ello me inclino a que se le denomine, en el peor de los casos, literatura del narcotráfico, para eliminar la calificación a priori.
En ese caso –al igual que en el de todas las otras novelas–, ya se podría señalar si obras en particular son malas o buenas, no por abordar el tema del narco, sino por ser novelas bien tramadas, con personajes convincentes, situaciones verosímiles, excelente manejo de las voces narrativas, lenguaje eficaz (ojo, no dije “correcto”, sino, en última instancia, normal) y un manejo adecuado del punto de vista. Porque en este género, subgénero o como quiera llamársele, hay buenas y malas novelas, independientemente del asunto que, curiosamente, en muchas de ellas el tema central no es el narcotráfico y la delincuencia organizada, sino el amor, en una escenografía de narcotraficantes, y a veces lo que está en primer término es la violencia, no el tráfico de estupefacientes, tampoco las actividades de la delincuencia organizada con todas sus implicaciones sociales, políticas y económicas.
Adelantando vísperas: la narcoliteratura es un espejismo, y por lo mismo, algo que no (o casi no) existe.
El primer libro de este tema que leí fue Diario de un narcotraficante, de a. Nacaveva ( así, con a minúscula y punto), y sin ser un fan, he seguido el tema desde entonces (1967) a la fecha, con Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos, pasando por La Reina del sur, de Pérez Reverte, y San Isidro futbol, de Pino Cacucci (estos últimos, por mencionar únicamente a los autores no mexicanos); por eso creo estar más o menos enterado del desarrollo de la narcoliteratura. Sin embargo, no soy ni panegirista ni detractor. Hay quienes la cuestionan por su origen; no obstante, como el plebeyo, “su sangre, aunque norteña, también tiñe de rojo el alma en que se anida su literario corazón”.
Estos “narcorrelatos” en su mayoría los escriben autores del norte, pero ni todos los escritores de allá escriben narcoliteratura ni toda ella es escrita por autores de allá. Los hay oriundos del Distrito Federal, de Guanajuato, de Jalisco y de Hidalgo, y en todos los casos no desmerecen frente a los norteños en cuanto a manejo de ambientes, vocabulario y personajes.
Hoy en día son numerosas las novelas y en general los libros que abordan o giran alrededor del narcotráfico. Unos se apuntan como ficción del género negro o policíaco; otros como crónicas o investigaciones periodísticas o agudas tesis a propósito del problema. No debe extrañar a los lectores esa abundancia de títulos, pues al parecer todas las editoriales los están pidiendo con la idea de que se venderán como pan caliente.
La producción de narconovelas es elevadísima, tal vez porque la demanda editorial también es elevada –ignoro si el mercado también es muy amplio. Hay tal saturación, que empalaga la abundancia de títulos y el primer impulso es descalificar por completo todos los libros de este género, tanto los de ficción como los de no-ficción. Sin embargo, no se puede hacer tabla rasa, aunque hasta el momento no me he topado con “la novela” del fenómeno narco, es decir, no he hallado un relato excelente o tan bueno que llegue a las alturas de lo paradigmático. Algunas son muestra de un extraordinario oficio, pero adolecen de pasajes facilistas o de tópicos tan gastados que caen en el lugar común, lo cual incide en detrimento del texto. Otras no van más allá de la sencilla historia del amor-pasión, o del amor-odio, o del amor-venganza, o del amor atormentado o sádico, o masoquista o hasta ingenuo, pero inserto entre matones despiadados y aparentes luchas por el poder (nunca se ve ni se dice de qué clase es).
LA REALIDAD CORRE MUCHO Y LA FICCIÓN SE QUEDARÁ...
Hasta el momento, me parece que los mejores libros sobre el tema son las crónicas y los de carácter periodístico. Me refiero, por ejemplo, a El hombre sin cabeza, de Sergio González Rodríguez; a Malayerba, de Javier Valdez Cárdenas; a Herencia maldita, de Ricardo Ravelo; El otro poder, de Jorge Fernández Menéndez; El narco: la guerra fallida, de Rubén Aguilar y Jorge Castañeda; El cártel, del legendario Jesús Blancornelas, y hasta Me dicen la narcosatánica, de Sara Aldrete, entre otros. Si a estas miradas sumamos los medios impresos y electrónicos, la ficción sobre el tema se queda atrás; no puede competir en cuanto a crueldad y excesos, por más imaginación que tenga el autor. Por poner un ejemplo: ¿a algún autor serio se le habría ocurrido una puesta en escena (este es el título, bastante afortunado, de una novela corta de Gabriel Trujillo) como la que se hizo cuando mataron (¿ejecutaron?) a Héctor Beltrán Leyva, cuyas imágenes aparecieron en numerosos medios? Y las mantas con mensajes y las testas decapitadas dispuestas dramáticamente en diversos escenarios y... en fin, los relatos literarios casi (o a veces sin el casi) nada tienen que hacer frente a la realidad real y la mediática. (Cuando estaba redactando estas notas salí a caminar un poco y a comprar el periódico. En el estanquillo me topé con la primera plana de un periódico caracterizado por su amarillismo, pero, con todo, nunca había llegado a tal extremo: la foto a color de dos cuerpos colgados de los pies, decapitados y con los genitales cercenados; en una cabeza secundaria se leía que sus partes las habían dejado sobre los carteles en los que se advertía algo a alguien.) Si algún narrador quiere incursionar en el género, debe buscar alguna vereda que no sea la de la violencia y el amarillismo, pero tampoco debe caerse en el edulcoramiento o en la falsa idea de que la narrativa es escribir bonito o poéticamente.
Además, los autores de ficción, más que abordar con acuidad el narcotráfico, se quedan en el color, en los aspectos costumbristas (que no tienen por qué ser malos en sí, sino más bien insuficientes). Corridos, botas picudas y de tacón a lo Fox, fara fara, cintos piteados con hebillas costosas en las que lucen sendos ak47 cruzados, o una rama de mariguana, sombrero texano, armas con chapa de oro y con diamantes o esmeraldas en la cacha de marfil; lenguaje norteño cargado de pistear, batos, morros, etcétera. A veces se menciona a la Santa Muerte, a veces es Malverde el invocado. ¿Y luego? Los elementos mencionados no serían nefastos si no se quedaran en eso: detalles de color que no van más allá y, peor aún, que se presentan como si fuera lo esencial de los narcotraficantes. ¡Ah! Olvidaba la violencia, a veces con fuertes matices de gratuidad. Tampoco me parece mal la utilización del lenguaje norteño, es más, lo considero indispensable, siempre y cuando se sepa utilizar con eficacia y no como detalle de color o graciosa curiosidad lingüística.
Antes y después del movimiento revolucionario de 1910 menudearon los relatos que recogían y plasmaban la visión que escritores de variopinta ideología tenían sobre lo ocurrido –o lo que estaba ocurriendo. El espectro que ofrecen tales obras es muy amplio y diverso; hay las que tienen como columna vertebral batallas y caudillos, las que ubican la acción en las alturas políticas o les dan como escenario el de los estratos sociales más bajos... incluso tenemos obras construidas desde la perspectiva de simples testigos no involucrados en el conflicto bélico o político, pero sí receptores de las consecuencias sociales, bélicas o políticas.
Por lo tanto, en la actualidad podríamos elaborar un mural muy completo de esa época, desde la perspectiva de los maderistas, villistas, zapatistas, carrancistas, huertistas y hasta porfiristas, o incluso con la de todos ellos. De tal ensalada de hechos y visiones quedaron grandes novelas: CampamentoLos de abajoSe llevaron el cañón para BachimbaTropa vieja, El águila y la serpienteCartucho,El feroz cabecillaEl rey viejoLa sombra del caudillo, etcétera, y por otro lado muchas más que no rebasan la mediocridad o son de plano pésimas. No se deben ignorar las obras que abordan secuelas del movimiento revolucionario: reforma agraria, expropiación petrolera, corporativización del movimiento obrero, luchas contra fraudes electorales y temas por el estilo. Este manojo de obras, ¿son realistas, naturalistas, costumbristas? Las hay de todo e incluso algunas han sido calificadas de novela histórica, por su temática y tratamiento.
La narcoliteratura es un espejismo, no existe. Hay relatos con violencia y narcotraficantes –que luchan entre ellos o con otros, por “el poder”–, pero no hay literatura del narcotráfico con todo lo que éste implica.
Después del movimiento estudiantil-popular del ’68, y lo que implicó su brutal represión –surgimiento de las guerrillas rurales y urbanas, por un lado y, por el otro, una presión social que obligó al Estado a ampliar los cauces de la democracia–, también se escribieron innumerables páginas a propósito. Igual que con la narrativa de la Revolución, la calidad literaria –incluso la histórica– fue de un polo a otro polo, de lo bueno a lo pésimo. Abreviando, podríamos asegurar que los momentos significativos de México han quedado en su narrativa. Incluyendo los hechos del siglo xix: consumación de la Independencia –y en ella el riquísimo período de Santa Anna–, Reforma, Intervención estadunidense e Intervención francesa, Segundo Imperio y Porfiriato.
Hay buenas y malas novelas de narcotraficantes –que no del narcotráfico y la delincuencia organizada. En consecuencia, hay que evaluarlas como novelas a secas y no por el tema o el lugar de origen de sus autores o la ubicación geográfica de las historias. No se debe ignorar esa literatura, porque hacerlo equivaldría a no querer ver que el problema del narco es ineludible y, en un futuro, los estudios –históricos, sociológicos, antropológicos, jurídicos, etcétera– tendrán que abordarlo con casi igual –o sin el casi– seriedad e importancia que el fenómeno de la rebelión cristera o de las guerrillas posteriores al ’68. Mi afirmación es bastante temeraria, pero no infundada. Porque hay quienes consideran que el tráfico de drogas es solamente un delito contra la salud –esta posición lleva a cometer errores como los que se han venido cometiendo en su combate–, pero habemos otros que consideramos que va más allá de ser un delito contra la salud: el narcotráfico en tanto delincuencia organizada, aquí y ahora, es un problema más complejo, peliagudo, que colinda, en mucho, con los terrenos de la seguridad nacional. Si no, piénsese que además del cultivo, “beneficio”, producción de estupefacientes, tráfico interno y exportación, tenemos la penetración corruptora en los círculos de la policía, en instancias gubernamentales de todos los niveles, en partidos políticos; además están las repercusiones en la sociedad, pues cuentan con una base social que los arropa y es sagazmente utilizada. Por otra parte, es considerable su peso e importancia financiera por las fuertes cantidades de dinero que manejan, lo cual se traduce en poder, o mejor dicho, en diversas expresiones de poder, las cuales traspasan fronteras.
La narcoliteratura, en pocas palabras, debe ser mucho más de lo que se ha pretendido que es. La literatura del narcotráfico y la delincuencia organizada está esperando la pluma que, paradójicamente, “le haga justicia”.
La narcoliteratura es un espejismo que nada tiene del narcotráfico y a veces tampoco nada –o muy poco– de literatura. Sin embargo, hay excepciones en cuanto a lo literario.

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