Sunday, November 07, 2010

Estambul: el ojo de la abuela


Luis Ramírez Trejo


Mirar de frente a mi abuela es como caminar con la sensación de que la sonrisa de un gato te acecha en la penumbra. Su cabeza gris, su silueta dudosa y la mirada vacía contrastan con la carcajada que suena a la menor provocación. Si no sospechara que nació en algún momento del siglo pasado, pensaría que es una esfinge milenaria que lanza albures en lugar de acertijos. A mí me recuerda a un futbolista canchero de los barrios más populares de la Bondojo; uno de ésos que por más que le hagas, siempre te saca dos metros de ventaja.

Cuenta la mitología familiar que mi abuela perdió el ojo izquierdo después de una embolia hará unos cuarenta años; su ojo derecho tiene una de esas carnosidades que los oftalmólogos, poéticamente, llaman cataratas. Como todo mito, hay que tomarlo con reservas: mi abuela, dicen los expertos, no ve... lo que no le conviene, agregamos sus nietos. Tarda exactamente tres segundos y medio para saber si te dejó tu novia o te peleaste con tu marido. Es temible cuando llegas a un bautizo con el saco incorrecto o perdiste el trabajo; se ríe de las insulsas discusiones de sus hijos y por supuesto se vuelve no sólo absolutamente ciega, sino sorda, muda y prácticamente inexistente cuando alguien le reclama algo.
Sin embargo, los ojos de mi abuela son de ésos que miran con una intensidad como si desde el inicio de los tiempos no hubieran hecho otra cosa, aun debajo de los párpados que los cubren. Quizá sea así siempre. Orhan Pamuk, ese turco que le da prestigio al Premio Nobel, dice que los ojos de los ciegos tienen la ventaja de que ya no se entretienen con las inmundicias de este mundo. Así, pues, debemos inferir que, en lugar de observarlo, los ojos de los ciegos se dedican a crear al mundo. De ahí su sabiduría.
El mismo Pamuk habla de Estambul –la antigua Bizancio–como una ciudad plagada de melancolía: calles de más de 2 mil 500 años de antigüedad inundadas con los sueños de un imperio que sustituyó a otro imperio. Una ciudad bañada en un oro cuya grandeza el tiempo enseñó a caer más de una vez. Hüzün es la palabra que los turcos emplean para referirse al sentimiento lánguido por todo lo perdido en el pasado y por todo lo inalcanzable en el presente. Es un sentimiento que no pertenece ni a las mezquitas, ni a los obeliscos egipcios, ni a las murallas romanas, ni siquiera a los 12 millones de habitantes de la ciudad. Hüzün es el sentimiento que sólo Estambul escogió para recrear la imposibilidad eterna de acercarse lo suficiente a Dios. No podría ser de otra forma; ninguna otra ciudad acumula tantas huellas de veneración. La Agia Sofia, esa mezquita erigida como catedral por Justiniano, y que ya en el sigloIV celebraba a la virgen cristiana mientras ésta usaba un telar para tejer el cuerpo de Dios en su vientre. La Mezquita Azul, construida más de mil años después, con sus mosaicos azules y verdes reptando por las columnas, con sus cúpulas a punto de florecer y sus mariposas atrapadas en vitrales multicolores. Los gritos con que los sacerdotes llaman a oración desde los minaretes cinco veces al día; los centenares de personas arrodilladas en las calles orando en una lengua llena de devoción. No son ejemplos; Estambul es más un rito perpetuo que una ciudad de concreto.
Pero más allá de sus glorias de antaño, más allá de la poesía de su liturgia, partida de costilla a costilla por esa bisagra entre Oriente y Occidente llamada Bósforo, Estambul es un mundo acuoso en donde la transición entre el agua y el aire nunca termina de precisarse. La humedad es tan alta que aquí los hombres jamás terminan de sudar. La neblina, atrapada en los ojos del visitante, le hace creer que lo que ve no es un sueño; se equivoca, los hombres no son aquí más que dudosas siluetas borroneadas en el aire. En Estambul, como en todas las ciudades, debe haber profesiones fáciles y profesiones difíciles, pero ser una lámpara en Estambul debe ser la más frustrante de todas: cada día tendrías que librar una batalla de proporciones otomanas para que tu luz atraviese ese éter semiacuoso que respiran los anfibios habitantes de esta ciudad. La batalla, se sabe de antemano, la pierden todo el tiempo las lámparas. ¿El resultado? Que ver a Estambul es como mirar una ciudad a través de una catarata: intuyes que detrás de la cortina de agua hay una ciudad milenaria, sabia, hermosa, arqueológica; proveniente de la inmensidad de un pasado no sólo glorioso, sino también sanguinario y férreo, como son las cosas verdaderamente humanas. Como un ojo que no tiene niña por no recordar su infancia: opaco de tanto ver, gris de tanto mirar, vivo de tanto entender, eterno de tanto extrañar. Una ciudad ciega, una ciudad con esa especie de silencio ocular que le permite, como diría otra vez Pamuk, ver lo que aparece en la oscuridad de Dios. Una ciudad como el ojo de mi abuela...

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