Sunday, December 19, 2010

Miguel Hernández, perito en penas




Ricardo Bada

Nació el 30 de octubre de 1910 en Orihuela, en la provincia española de Alicante, siendo uno de los siete hijos de un tratante de ganado, cuyos rebaños de cabras pastoreó Miguel desde los catorce años. Para ello tuvo que abandonar la escuela. Pero fue un lector voraz, en los ratos libres y en la biblioteca del pueblo, y empezó a escribir poemas fuertemente influenciado por esas lecturas, Rubén Darío y Bécquer sobre todo. Gracias sin embargo a la orientación de su amigo Ramón Sijé, librero y también poeta, católico, frecuentó pronto a los clásicos del Siglo de Oro: Garcilaso, Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope, Calderón, de cuya sabiduría técnica y riqueza léxica quedó tan impregnado y casi marcado para siempre.

(Cuando Ramón Sijé muere, el día de Nochebuena de 1935, a la temprana edad de veintidós años, Miguel Hernández le dedicará una de las tres Elegías medulares de la poesía española: las otras dos son las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, y el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, de García Lorca.)
En 1931, Miguel Hernández viaja a Madrid, pero no logra conectar con la vida de la capital y regresa desilusionado a Orihuela, dejando reflejada la experiencia en su “Silbo de afirmación en la aldea”, que es un canto a la vida rural, casi como un regreso al jardín del Edén: “Haciendo el hortelano,/ hoy en este solaz de regadío/ de mi huerto me quedo./ No quiero más ciudad, que me reduce/ su visión, y su mundo me da miedo./ ¡Cómo el limón reluce/ encima de mi frente y la descansa!/ ¡Cómo apunta en el cruce/ de la luz y la tierra el lilio puro!/ Se combate la pita, y se remansa/ el perejil en un aparte oscuro./ Hay az’har, ¡qué osadía de la nieve! / y estamos en diciembre, que, hasta enero,/ a oler, lucir y porfiar se atreve/ en el alrededor del limonero./ Lo que haya de venir, aquí lo espero/ cultivando el romero y la pobreza./ Aquí de nuevo empieza/ el orden, se reanuda/ el reposo, por yerros alterado,/ mi vida humilde, y por humilde, muda./ Y Dios dirá, que siempre está callado.” Así pues, Madrid = yerro, en su percepción de entonces.
1933: Miguel Hernández publica su primer poemario, Perito en lunas, bastante epigonal y de sobra gongorináceo, aunque apuntando ya la potencia verbal de que haría gala más tarde. Y en 1934, llevando ese primer libro como tarjeta de presentación, viaja de nuevo a Madrid y esta vez sí conecta con ella, con el “rompeolas de las cuarenta y nueve provincias españolas” –¡Machado dixit!–, entabla amistad con la crema de la intelectualidad de aquel tiempo, muy en especial con Pablo Neruda (“Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea”, recordará el chileno enConfieso que he vivido), pero también anuda lazos entrañables con Vicente Aleixandre, María Zambrano y José Bergamín, quien le publicaría en su revista Cruz y Raya el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras. No mantuvo amistad, en cambio, con García Lorca, a quien le aterraba hasta la presencia de aquel –para él– zafio pueblerino, y la evitaba cuanto podía.

Miguel niño, circa 1924-1925
Quizás a consecuencia de su relación con Neruda, Hernández se permitió ataques desdeñosos contra Juan Ramón Jiménez. Pero poco después, al publicar en enero de 1936 El rayo que no cesa, Juan Ramón se vengaría a su manera con un honesto elogio consagratorio que debió de ruborizar al autor, de legítimo orgullo, desde luego que sí, pero también de vergüenza: “Todos los amigos de la poesía pura deben buscar y leer estos poemas vivos. Tienen su empaque quevedesco, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza tremenda de su corazón arraigado rompe el paquete y se desborda, como elemental naturaleza desnuda. Esto es lo excepcional poético, y ¡quién pudiera exaltarlo con tanta claridad todos los días! ¡Que no se pierda en lo rolático, lo católico y lo palúdico esta voz, este acento, este aliento joven de España!” Esto escribió Juan Ramón acerca de quien lo había atacado sin fundamento.
Durante esta su segunda estancia en la capital, conoce asimismo Miguel a la pintora surrealista Maruja Mallo, uniéndole a ella una relación tanto sentimental como erótica, que será paralela a su casto noviazgo en Orihuela con Josefina Manresa, hija de un guardia civil y amor suyo desde muchacho. El rayo que no cesa reflejará ambas relaciones en unos sonetos cuya disparidad de contenido sólo se explica en función de las mismas. “Una querencia tengo por tu acento,/ una apetencia por tu compañía/ y una dolencia de melancolía/ por la ausencia del aire de tu viento./ [...] ¡Ay querencia, dolencia y apetencia!:/ tus sustanciales besos, mi sustento,/ me faltan y me muero sobre mayo” [las cursivas son mías] en el Soneto 12, para Maruja, y en el 11, para Josefina: “Te me mueres de casta y de sencilla:/ estoy convicto, amor, estoy confeso/ de que, ladrón intrépido de un beso,/ yo te libé la flor de la mejilla.”
(En ese soneto 11 he detectado una variante que amerita el inciso: después del primer cuarteto recién citado, en las ediciones modernas sigue: “Yo te libé la flor de la mejilla,/ y desde aquella gloria, aquel suceso,/ tu mejilla, de escrúpulo y de peso,/ se te cae, deshojada y amarilla.” Pero hay versiones más antiguas donde el segundo verso dice “y desde aquel dulcísimo suceso”, una sucesión dulcísima de ces y eses que estigmatizan como prosaica la versión del canon. Tiene ese endecasílabo –“y desde aquel dulcísimo suceso”– la belleza inefable y suma que también hay en el verso donde san Juan de la Cruz inventó el travelling antes del cine: “pasó por estos sotos con presura”. Uno se pregunta qué pudo mover a Miguel Hernández a cambiarlo, a no ser una sordera transitoria, como cuando en el Soneto 6 introdujo el verso: “Sobre la pena duermo solo y uno”, en lugar del contundente original: “Pena con pena y pena desayuno.” Y cerremos el inciso.)
En aquel Madrid de 1934, Miguel Hernández se gana la vida como secretario de redacción de la enciclopedia de la tauromaquia, El Cossío, y se va concientizando políticamente, lo que luego plasmaría en su adhesión sin reticencias a la ii República en el momento del mayor peligro, cuando el 18 de julio de 1936 se alzan en armas los militares felones en torno al inferiocre Franco y da comienzo la Guerra civil. Miguel ya se ha casado con Josefina y ha perdido a su primer hijo, pero no vacila en afiliarse al Quinto Regimiento, pasando a desempeñar, poco después, el cargo de comisario cultural en el batallón de El Campesino. Participa en el Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia, en 1937, y asiste ese mismo año al Festival de Teatro de Moscú. Ese mismo año, también, publica otro de sus libros memorables: Viento del pueblo.
Al terminar la Guerra civil, y aunque no es responsable de ningún delito de sangre, intenta exiliarse en Portugal, pero es reconocido y detenido en el puesto fronterizo de Rosal de la Frontera, en la provincia de Huelva, y posteriormente juzgado y condenado a muerte, una condena que se le conmuta por la de prisión. Sólo que ya está herido de muerte por otro rayo que no cesa en aquellos años: la tuberculosis. Hubiera podido redimirse del presidio, con una retractación pública de sus “pecados”. No lo hizo, aún a costa del precio más doloroso, el de no poder ver crecer a su segundo hijo, a quien le dedicaría los versos hoy universales de las “Nanas de la cebolla”. Toda su poesía de postguerra está contenida en Cancioneroy Romancero de ausencias, coletánea publicada póstumamente.
Murió el 28 de marzo de 1942 en la enfermería del Reformario de Adultos, de Alicante, en la misma ciudad, en el patio de cuya prisión fue fusilado el 20 de noviembre de 1936 el fundador de la Falange Española: el partido fascista al que se debe el mayor porcentaje de la represión cainita que padeció el país durante la guerra y a lo largo de muchos, muchos años más de la postguerra. Curioso moridero esa luminosa ciudad mediterránea, elocuente testigo mudo de la muerte de José Antonio Primo de Rivera y de Miguel Hernández, del señorito fascista y del pastor comunista.
Lo que sigue ahora son dos páginas de las memorias de Marcos Ana, el poeta emblemático del antifranquismo, también encarcelado por los días en que lo estuvo el poeta de Orihuela, y que recién saldría de prisión en 1961, siendo uno de los primeros presos políticos liberados gracias a Amnistía Internacional. En esas memorias, tituladas Decidme cómo es un árbol, Marcos Ana rememora un acto clandestino celebrado dentro de la cárcel, en 1960:
Con motivo de su 50 aniversario, rendimos un homenaje a Miguel Hernández. Este homenaje fue el mejor, técnicamente, por la experiencia adquirida, y humanamente por el material que ofrecía la tragedia inmensa de su vida y de su muerte. Fue representado en la primera galería [del penal de Burgos]. El título general era Sino sangriento (Homenaje a voz ahogada de Miguel Hernández).
Constaba de tres actos y un prólogo. El primer acto, “Rayo que no cesa”, el segundo “Vientos del pueblo” y el tercero “Cancionero y romancero de ausencias”, recordando a tres de sus libros más capitales. A través de estos poemas y de la época en que fueron escritos, iba apareciendo la vida de Miguel, sus tiempos de amor y de guerra, su calvario y su angustiosa muerte en 1942 en la prisión de Alicante.
Preparamos el texto que iban a declamar cinco narradores. Un pequeño coro ponía una música de fondo, con unas flautas hechas con la caña de una escoba, cerradas en los extremos con papeles de fumar sujetos con una goma, lo que producía una melodía indefinible, pero hermosa, como si en ella se dieran cita el agua y los metales.
Y una noche, cuando cerraron la galería, sobre un escenario improvisado, acotado por sábanas y mantas, celebramos el acto más impensable en las condiciones de una cárcel franquista. Desde las ventanas que daban al patio, unos presos vigilaban para evitar ser sorprendidos.
Los cinco relatores, dos visibles y tres ocultos, iban desgranando el texto con la voz ahogada por la emoción, ante unos cientos de presos que sentados en el suelo apretaban su corazón, mientras en el silencio terrible de la cárcel se escuchaban los pasos de los guardianes y el “alerta” circular de los centinelas.
Recuerdo aún con emoción, cuando se abrían las cortinas, con el escenario vacío, en un silencio casi religioso escuchar, sobre el fondo de la marcha fúnebre, una voz triste, que se iba acercando, alertando de la tragedia, repitiendo sin cesar y elevando su volumen: ¡Miguel ha muerto! ¡Miguel ha muerto! ¡Miguel ha muerto!, a la que se iban agregando otras voces, en un eco estremecido se-gún se iba extendiendo y aproximando la noticia.
Seguro que jamás se rendirá a Miguel Hernández un homenaje con más pasión, más peligro y generosidad que el celebrado aquella noche en la prisión de Burgos.
Hasta aquí la larga y emotiva cita de las memorias de Marcos Ana, y aquí (un aquí de tiempo y un aquí de lugar), la gozosa afirmación de que desde hace muchos más años de los que el poeta de Orihuela alcanzó a vivir, no es peligroso ya rendirle un homenaje.

EPÍLOGO LUNAR

El comité organizador del centenario de su nacimiento quiso que los versos de su primer libro, Perito en lunas, lleguen al único satélite natural de la Tierra, tal como el poeta lo deseó cuando vivía y escribía a lápiz con letra menuda para aprovechar el papel, sin saber que la palabra “luna”, una de sus preferidas, lo acogería por fin. El periodista colombiano Diego Aristizábal refiere que ello será posible, “después de pagar miles de euros, gracias a que la empresa estadunidense Celestis, famosa por realizar vuelos espaciales para lanzar las cenizas de quienes han soñado con volverse estrellas fugaces, aceptó la petición de la Fundación Miguel Hernández, y desde ya están cargando una cápsula con esos versos que él escribió en 1933, en octavas reales cargadas de metáforas, y que saldrán rumbo a la Luna en el siguiente lanzamiento de Celestis, en el 2011.”

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