Sunday, November 06, 2011

Las muñecas rusas de Sergio Pitol


 Foto
Elena Poniatowska


Cuando Jiménez Siles le pidió a Sergio que escribiera su autobiografía precoz, nunca adivinó que sería el Premio Cervantes 2006. Sergio Pitol tampoco sabía cual sería su destino; a los 33 años tenía que ganarse la vida, pero a diferencia de todos, el navegante Pitol abandonó el puerto de catástrofe llamado Distrito Federal; se dirigió al puerto donde se halla la barca de oro y allá, con todas sus velas desplegadas, se lanzó al mar siguiendo ese hilo que fue el de la voz de su abuela Catalina Deméneghi, en Potrero Veracruz.
Contarse a sí mismo, en una autobiografía, ha de ser difícil. Así lo hicieron Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, José Agustín, Tomás Mojarro, Vicente Leñero, Marco Antonio Montes de Oca, Homero Aridjis, Sergio Pitol y otros cuyos nombres se me van. De todas, la biografía con la que más me identifiqué fue con la de Sergio, porque al igual que él, vivir y escribir resultó ser lo mismo, y más ahora, que no le hago falta a mis hijos, porque ya crecieron, y por tanto prevalece la escritura. En los años 60 era normal, justo y saludable identificarse con Sergio, porque él ya conocía Polonia y nunca, a lo largo de toda su vida, ha dejado de hablarme de Polonia, y en cierto modo fue él quien me introdujo, hace un siglo, al país de Estanislao Poniatowski, el rey, y José Poniatowski, a quien Napoleón hizo Mariscal de Francia. Al igual que Sergio, Estanislao Poniatowski fue cartógrafo, amaba al planeta, seguía el curso de los ríos y asentaba los mares y las montañas bocarriba en los primeros mapas que se dibujaron en Polonia. Una vez que quisieron castigarlo (por contraer deudas) su grito salió del corazón: Llévense mis diamantes, pero no me quiten mis mapas.


A Pitol siempre le impresionó que Milena Esguerra le dijera una tarde en que la consultó a propósito de su viaje que si se dejaba, acabaría esclavizado hasta a un par de pantuflas.

Pitol llegó a Polonia, pero por debajo de la corteza terrestre, y emergió en Kanal, acuático y terrible, con el gran manto negro del que vive en las entretelas, conoce la utilería, los espectros, y regresa del infierno. El Vals Mefisto lo bailó Sergio en el hotel Bristol antes de escribirlo, o en el Peras Palace de Estambul; en el Ritz de Madrid se derritió como un cirio en brazos de la Pasionaria y en Barcelona abrazó a Marieta Karapetiz y la meció en todos los valses perversos y liberadores, miles de valses al borde del Rhin, los mismos que hicieron girar al viejo y maravilloso Giuseppe di Lampedusa, en la Italia de Garibaldi. Checoslovaquia, Hungría y Rusia le brindaron el mismo sonambulismo; Asia Central no lo sacó de sí mismo, inmerso en su vida interior, inmerso en su escritura, en sus larguísimos diálogos, primero con otro aparecido-desaparecido Juan Manuel Torres y después con su gran amigo Enrique Vila-Matas, en improbables escenarios que se prendieron a su traje y poco a poco fueron convirtiéndolo en El mago de Viena.

De la boca de su abuela Catalina, de sus palabras en la noche, de ese puente humano, viajó hacia otras aguas, y río arriba remontó la corriente, braceó entre las masas burocráticas que salen a las cinco de la tarde, atravesó de un lado del río a la otra orilla, se internó en la selva negra, tradujo a China, tradujo a Polonia, tradujo a Hungría, a Checoslovaquia y demostró, como antes lo hizo Luis Cardoza y Aragón, que su ideal de vida era escribir sólo acerca de lo que le gustaba o llamaba la atención. Así, a lo largo de su vida ha permanecido al margen de modas y de grillas, apasionado de sus amigos, de sus recuerdos y de sus libros.


Sergio Pitol, escritor y traductor, durante la presentación de Memorias, en El EstanquilloFoto Roberto García Ortiz
Sus preocupaciones políticas hicieron de él un joven izquierdista.

La autobiografía de Sergio Pitol que ahora se llama Memoria, y abarca los años de 1933 a 1966, es un hermoso libro blanco y puro de la editorial Era. Después de la primera autobiografía de Jiménez Siles y la segunda que publicó Almadía con el título de Una autobiografía soterrada, este precioso volumen que Era pone en nuestras manos es una travesía en la que Pitol cuenta su propio cuento, el que nos contamos todos, el que viaja a nuestro lado a lo largo del tiempo.

Llama la atención que los cuentos de Sergio Pitol sean siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo es, nunca nada es directo, uno tiene que abrir el sobre, rasgarlo para desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas, Jack in the box impulsado por un resorte, broma que salta a la cara, chorro de agua que te empapa, pastelazo, víbora que pica cuando uno cree estar a punto de domesticarla.

Cuatro textos son sus cuatro puntos cardinales: Vals de Mefisto, Nocturno de Bujara, El viaje y El mago de Viena. Cuando Sergio obtuvo el Cervantes en 2006 y vino de Jalapa a México para hacerse unos trajes y recibir el premio vestido de príncipe, me confió después de una comida a todo dar en casa de Lilia y Chema Pérez Gay. “Creo que me dieron el premio por El mago de Viena.

En alguna ocasión, Sergio le dijo a Margarita García Flores una frase clave para entender su obra: Por lo general, cuando escribo un relato, hay una zona de vacío, una especie de cueva sicológica que no me interesa llenar. A Margarita, Sergio le enseñó a unírsele secreta, subterráneamente, a aceptar su misteriosa, su especial vibración literaria. A ambas, a Margarita García Flores y a mí, Sergio nos comunicó su placer de narrar, nos hizo ver que escribir es engarzar reflejos, nos explicó que su prosa es una trenza de hilos, un tejido de asociaciones y reflexiones, un surtidero de imágenes. Nos obligó a llevar su libro puesto como túnica, a meternos a ese lóbrego bar de Varsovia, a buscar el horizonte frente al mar de Sopot en Polonia, a extrañar a Juan Manuel Torres como él lo hace y a darnos cuenta que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias y cuando Juan Manuel Torres estrella su coche contra un árbol en la calzada de Tlalpan, el mismo se vuelve ese árbol, y bajo él deberíamos leerlo.

Hoy por hoy, en esta tarde asoleada en un antiguo edificio del Centro Histórico llamado El Estanquillo, otra imagen se sustituye al Sergio de Polonia, el que va carcajeándose, tomado del brazo de Carlos Monsiváis y de Luis Prieto, ese Tiempo cercado que desde siempre aprisiona a Sergio a pesar de que haya acumulado viaje sobre viaje.

Ahora en que el otoño ha llegado para la generación de los 30, Sergio Pitol camina por las calles y los paseantes lo reconocen, se lo disputan para saludarlo, lo felicitan y le agradecen que esté al alcance de su abrazo. También yo le digo con su último y bello libro entre las manos: Naranja dulce, limón partido, dame un abrazo que yo te pido.

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