Sunday, April 08, 2012

Alfredo Larrauri, arquitecto



Guillermo García Oropeza
Alfredo Larrauri murió hace unos días en Ciudad de México. Arquitecto de profesión, por la Universidad de Guadalajara, Alfredo muy pronto se dedicó al dibujo y al grabado y muy pronto también su talento fue reconocido. A los veintitrés años gana el Premio Jalisco de Artes, con lo que inicia una larga carrera de creación. Artista trashumante, trabaja y expone en Brasil y en varios países sudamericanos así como en Estados Unidos. Deja Guadalajara, a donde su familia se había trasladado, y regresa a su Ciudad de México, donde lleva en su casa de Mixcoac una existencia bohemia y libre. Una nostalgia de sus orígenes vascos lo lleva a practicar el jai-alai y un romanticismo amoroso lo llevan a Buenos Aires para doctorarse en tango malevo y milonguero, porque Larrauri el pelo­tari, es también buen bailarín y maestro. Pero esas aficiones complementarias no lo alejan de la mesa de dibujo y de la plancha de grabado, y así participa en sesenta y cinco exposiciones y obtiene premios como el primero en grabado del Centro Vlady. Su obra se extendió por medio siglo y trabajó hasta los últimos días de su vida.

El arte de Larrauri es muy personal y no encaja en el de ningún grupo o capilla, y aunque inevitablemente contemporáneo su esencia es íntima. Se trata de un universo de seres fantásticos, como el del Fellini más delirante, donde los tiranos más pintorescos se codean con revolucionarios que cruzan la noche en caballos voladores, o de mujeres desnudas y lánguidas de cabelleras que el viento mueve y que se fugan con sus amantes sobre Pegasos alucinados. En otros dibujos se retrata a seres barbados que podrían ser mujiks salidos de sus lecturas rusas de juventud, taumaturgos o personajes teatrales y misteriosos.
Su universo, siempre muy íntimo, tiene una atractiva atmósfera onírica, cuyos sueños jamás descienden a la pesadilla. Este universo siempre está presidido, no por el sol de excesos tropicales, sino por una luna soñadora y cortés, siempre en menguante y siempre femenina. Lo nocturnal en Larrauri parece ser el signo distintivo. Las formas salían automáticas y dóciles de sus manos y era lo que se dice un natural.

Ilustraciones: Alfredo Larrauri
Su dibujo es espontáneo e impredecible y no tiene ningún argumento racional y simplemente realista .Quizá si tuviéramos que colgarle alguna etiqueta hablaríamos de un cierto romanticismo; eso sí, exento de sentimentalismos. Pero, sobre todo en sus retratos de ancianas del pueblo, el dibujo de Larrauri está impregnado de ternura, al igual que cuando retrata a los niños de la familia con sus ojos muy abiertos al mundo.
Aunque no se trata de un dibujante “literario”, Larrauri se encontraba muy a su gusto traduciendo al dibujo la obra de poetas, y así nos dejó, hace años, sus ilustraciones a un corrido bravo de Renato Leduc y, poco antes de su muerte, dedicó una serie rica de dibujos al poeta José Carlos Becerra ,dibujos inspirados en poema “Los Muelles” del poeta tabasqueño. El poeta mueve a Larrauri a dedicarle retratos nostálgicos que a mí me recuerdan las viejas fotografías de ancestros que todos teníamos, silenciosos, en nuestras salas de infancia. Retratos de hombres jóvenes con miradas muy serias y de ropajes formales que, sin embargo, no podían ocultar un corazón esquemático.
El México de Larrauri es seguramente muy poco contemporáneo. El dibujante ha emigrado a una “suave patria” decimonónica y revolucionaria. Pero sus revolucionarios no son ni villistas ni carranclanes, sino jinetes libres que pueden , si así amanece el día, trotar o cabalgar sobre una nube . Aunque los jinetes que surcan el papel de Larrauri pueden ser también amazonas o improbables obispos, lo cual es lógico porque el México de Larrauri es onírico y fantasioso. Aunque sentimos que las simpatías del dibujante están siempre con los rebeldes y los espíritus libres, y por momentos sus jinetes, posando para una escul­tura ecuestre nos recuerdan a nuestros revolucionarios grandes románticos, como Martí, Emiliano o el compa Sandino.
Artista libre y sin restricciones ni servidumbres ideológicas, Larrauri llevó una existencia de lo más envidiable. Amistoso y amoroso, se sentía como pez en el agua en su Ciudad de México que él vivía a su medida, Vecino de Mixcoac, conocía las historias de esa villa privile­giada , que es como provincia rodeada por la gran ciudad. Allí vivió su vida y murió de su muerte. Jamás lejos de la mesa de trabajo

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