Monday, March 04, 2013

Ciencia, drogas y penalización





Alex Grey, Espejos sagrados
Tim Doody*
Durante décadas, el gobierno estadunidense prohibió los estudios médicos sobre los efectos del LCD. Sin embargo, para un investigador de larga data y de primera línea, era demasiado tentadora la promesa de obtener revelaciones sorprendentes.
A las nueve y media de la mañana, un arquitecto y tres científicos veteranos –dos de Stanford y el otro de Hewlett-Packard– recibieron unos anteojos y unos audífonos, se sentaron en unos cómodos sillones y esperaron que hiciera efecto la dosis de lsd aprobada por el gobierno. Desde el otro lado de la habitación y con no pocas expectativas, el doctor James Fadiman giró los controles de un impecable sistema de sonido y liberó laSinfonía núm. 6 en fa mayor, opus 68, de Beethoven. A continuación, se mantuvo atento para disipar cualquier preocupación o incomodidad.
Para este experimento en particular, cada voluntario de los sillones llevaba consigo tres problemas muy técnicos de sus campos respectivos que no habían logrado resolver al menos durante varios meses. Más o menos en dos horas, cuando el LSDestuviese activo por completo, se retirarían los anteojos y los audífonos, y se dedicarían a hallar alguna solución. Fadiman y su equipo supervisarían sus intentos e ideas, y con los resultados determinarían si una dosis relativamente baja de ácido –100 microgramos, para ser precisos– había aumentado su creatividad.
Era el verano de 1966. La mañana comenzó como tantas otras en la International Foundation for Advanced Study (IFAS), organización de nombre sugerente y financiamiento privado dedicada a la investigación sobre drogas psicodélicas, ubicada, de modo aún más sugerente, en el segundo piso de una plaza comercial en Menlo Park, California. No obstante, esa mañana en particular no sería como las demás de los cinco años anteriores, durante los cuales los investigadores de la IFASadministraron LSD de manera legal. Aunque Fadiman no recuerda la fecha exacta, ese fue el día, al menos para él, que la música dejó de sonar. O, tal vez con mayor precisión para todas las partes involucradas en este estudio de creatividad, fue el día anterior.

Ilustración de PL/ tikkun.org
Más o menos a las diez de la mañana, un mensajero entregó una carta urgente a la recepcionista, quien a su vez la hizo llegar sin demora a Fadiman y los demás investigadores. Debían dejar de administrar lsd, por orden de la U.S.Food and Drug Administration (FDA), vigente de inmediato. Docenas de otras instituciones privadas y afiliadas a universidades recibieron cartas semejantes ese día.
Que a los centros de investigación se les permitiese explorar las fronteras posibles de la conciencia parece sorprendente para aquellos de nosotros que provenimos de una era en que la norma era una aplicación rigurosa de la prohibición psicodélica. No se distingue mucho de la última generación de los patios de juegos infantiles, en su mayoría erradicados durante la década de 1990, más altos y peligrosos que los laberintos de plástico suave de nuestros días. (Es interesante que ahora cada vez más psicólogos infantiles defiendan aquellos patios de juegos, con el argumento de que presentaban a los chicos tanto emociones como profundas lecciones de vida que sencillamente no obtienen cerca del suelo.)
Cuando llegó la orden de la FDA, Fadiman contaba con veintisiete años de edad, el investigador más joven de la IFAS. Era un ferviente discípulo del evangelio de la psicodelia desde 1961, cuando Richard Alpert (ahora Ram Dass), su antiguo profesor de Harvard, le dio psilocibina, la magia del hongo, en un café en París. Ese día se desprendió de su estrecho y egocéntrico pensamiento, como si de una capa de piel se tratara. La gente viviría con más armonía, pensaba, si accedía a esta conciencia cósmica. En ese momento y lugar decidió que su vocación sería facilitar ese acceso a los demás. Se mudó a California (por supuesto) y se asoció con psiquiatras e investigadores para explorar si acaso, y cómo, la psicodelia en general –y el LSD en particular– mejoraría de manera segura la psicoterapia, tratamientos para adicciones, empresas creativas y el crecimiento espiritual. En la Universidad de Stanford investigó este tema a cabalidad mediante una tesis, la cual, desde luego, la prohibición gubernamental acababa de aniquilar.
¿No comprendían acaso lo que estaba en juego? Fadiman estaba devastado y más que un poco indignado. Sin embargo, aunque deseara resistirse a la moratoria de laFDA con argumentos ideológicos, en la práctica era imposible hacerlo: cuatro personas que nunca antes habían probado el ácido estaban a punto de despegar.
–Creo que abrimos esto mañana –anunció a sus colegas.
Así, una orquesta tras otra tejió melodías cada vez más visuales alrededor de los hombres en los sillones. Después, poco antes del mediodía, como estaba previsto, emergieron de sus capullos y pusieron manos a la obra.

Creatividad asistida

Durante el año anterior, los investigadores de la IFAS administraron dosis a un total de veintidós personas para el estudio de creatividad, entre quienes se encontraban un matemático teórico, un ingeniero electrónico, un diseñador de muebles y un artista comercial. Al aceptar sólo a aquellos cuyo trabajo se relacionara con las ciencias duras (la ausencia total de mujeres participantes dice mucho acerca de las opciones de carrera del siglo pasado para ellas), pretendían examinar los efectos del LSD en el pensamiento tanto visionario como analítico. Un grupo así ofrecía un beneficio adicional: todo lo que produjeran durante el estudio estaría sujeto al escrutinio de juntas departamentales, juntas distritales, paneles de revisión, clientes corporativos, etcétera, lo que proporcionaría a sus resultados una medida de referencia de la vida real e imparcial.


El cerebro escaneado en un viaje de LSD Imagen: acid-age.blogspot
En entrevistas aplicadas poco después de sus sesiones de creatividad mejorada mediante LSD, los voluntarios del estudio, algunos de los mejores y más brillantes en sus áreas, hablaban como neopaganos viajados en una reunión en el monte. Sus mentes, afirmaban, habían florecido y conectado con el universo; habían contemplado modelos geométricos irregulares pero diáfanos que brillaban hacia el infinito, habían sentido una rectitud ante las soluciones manifestadas, e incluso visualizado fórmulas, conceptos y materias primas pertinentes.
Pero he aquí el argumento decisivo. Luego de que se tranquilizaron sus receptores neurales 5HT2A, sostuvieron lo dicho: sin ninguna duda, el LSD los ayudó a resolver sus complejos y en apariencia irresolubles problemas. Y el Sistema en general estuvo de acuerdo. Los veintiséis hombres generaron un montón de innovaciones muy bien recibidas poco después de sus experiencias con LSD, como un teorema matemático para circuitos de compuerta lógica NOR, un modelo conceptual de fotones, un aparato acelerador de electrones lineal dirigido por haces, un nuevo diseño del micrófono vibratorio, una mejora técnica de la grabadora de cinta magnética, planos de una residencia privada y una plaza comercial de artesanías y una sonda espacial experimental diseñada para medir propiedades solares. Fadiman y sus colegas publicaron estos asombrosos resultados y dieron su tarea por terminada.
En una audiencia con un subcomité del Congreso ese año, el senador Robert F. Kennedy cuestionó a los reguladores de la FDA acerca de su prohibición de estudios sobre el LSD:
“¿Por qué, si valían la pena hace seis meses, no valían la pena ahora? –para él, la prohibición también era un asunto personal: su esposa, Ethel, se había sometido a terapia de LSD en Vancouver–. Quizás en cierto grado perdimos de vista que –el senador Kennedy se refería específicamente al LSD– puede ser muy, muy útil en nuestra sociedad si se administra de manera adecuada.
Su objeción nada logró para aliviar el pánico que se desató en los pasillos gubernamentales. El estado de California ilegalizó el LSD en el otoño de 1966, y siguieron en rápida sucesión muchos otros estados y luego el gobierno federal. En 1970, los agentes de la dea dieron a conocer una exhaustiva base de datos en la que clasificaban sustancias muy conocidas, en categorías o listas. Las drogas de la Lista 1, en donde se anotaban el LSD y la psilocibina, tienen un “potencial significativo de abuso”, afirmaban, y “ningún valor médico reconocido”. Como se consideraba que las drogas de la Lista 1 eran las más peligrosas de todas, se pensaba que quienes las consumían, elaboraban, adquirían, llevaban consigo o distribuían eran merecedores de las penas más graves.
Al declarar la guerra a la psicodelia y sus seguidores, el gobierno estadunidense no sólo canceló estudios prometedores, sino también orilló la discusión franca de estas sustancias a los márgenes contraculturales. Y esa sabiduría tan convencional aún sostiene que la psicodelia ofrece una de escasas posibilidades: un brote psicótico, una mirada a Dios o un viaje visualmente asombroso pero sin sentido; pero de ninguna manera contribuiría a la obtención de un pensamiento práctico basado en resultados. (Para eso está el ritalín: sólo pregunte a cualquier estudiante de alguna universidad de renombre.)
Aún así, hay claves intrigantes que sugieren que, pese al estigma y al riesgo de encarcelación, algunos de nuestros mejores innovadores no dejaron de alimentar sus mentes y la sociedad en su conjunto cosechó los beneficios. Francis Crick confesó que estaba viajando la primera vez que imaginó la hélice doble. Steve Jobs consideró el LSD “una de las dos o tres cosas más importantes” que había experimentado. Y Bill Wilson afirmó que lo ayudó a facilitar avances significativos de una clase más conmovedora: décadas después de ayudar a fundar Alcohólicos Anónimos (AA), probó el LSD y sostuvo que le permitió alcanzar la misma conciencia espiritual que la que le posibilitó la sobriedad, y propuso –en vano– su consumo terapéutico a la junta de AA. Así las cosas, quizás en realidad la música nunca dejó de sonar. Quizá sea más preciso decir, en cambio, que la música sonó con un volumen mucho más bajo. Y quienes aún la oían debieron fingir que no escuchaban nada en absoluto.
“Un diálogo fresco”
Cuarenta y cinco años después de administrar esas últimas dosis legales, James Fadiman se presentó al frente del oscuro recinto de la iglesia Judson Memorial, refugio céntrico de Nueva York de movimientos artísticos, progresistas e incluso revolucionarios. Muy arriba de él, en una ventana de vidrios de colores, una banda dorada envolvía enigmas del estilo de Escher alrededor de los cuatro evangelistas. Fadiman se veía mucho más mundano: anteojos, barba recortada, pelo corto, pantalones de vestir, tenis, como un señor bien portado en una convención con credencial al cuello y su nombre escrito en una pegatina.
Ante él y a lo largo de los pasillos laterales de la iglesia se sentaron unas doscientas personas en sillas plegables. Se acomodó el micrófono que llevaba en la cabeza, ordenó sus notas y bajó del podio. Se sentía afortunado de estar allí por muchas razones; comenzó, por ejemplo, por una cicatriz quirúrgica que llevaba desde hacía unos meses: un caso muy avanzado de periocarditis.
–Algunos de ustedes, lo sé, han experimentado lo suficiente con sustancias para “morirse”. Pero estar en urgencias es otra cosa –bromeó–. Y sin haber consumido nada.
Doctor James Fadiman
Foto: bestofyoutoday.com
Casi todos rieron con la ocurrencia y comprendieron que comparaba, de manera muy desfavorable, su experiencia reciente con la forma en que, bajo la influencia de altas dosis de psicodelia, la personalidad tiende a dispersarse cual polvo estelar. Sobra decir que Fadiman no se dirigía a un público común.
Era el primer orador del día en el quinto año de Horizons, foro anual que duraba un fin de semana, organizado para “procurar un diálogo fresco” sobre el papel de la psicodelia en “medicina, cultura, historia, espiritualidad y creatividad”. La concurrencia constaba de personas jóvenes y mayores, fachosos y trajeados, rastafaris y gente bien. Un autoproclamado profeta estaba sentado cerca de un especialista en adicciones del Hospital Bellevue. Ambos estaban en favor de la psicodelia, si bien diferían en lo que calificaba como un consumo adecuado. Ese especialista en adicciones en la actualidad receta psilocibina a personas con cáncer recurrente y avanzado en un estudio –¡sorpresa!– aprobado por el gobierno. Casi todos los participantes en ese estudio informan que una sola sesión psicodélica redujo de manera considerable su ansiedad respecto de la muerte, y la califican también como una de sus experiencias más espirituales.
En el escenario y en sus textos, Fadiman sostiene que, en un marcado contraste, la mayoría de los miembros de las sociedades postindustriales se percibe como engranajes casuales en la relojería del universo y, en consecuencia, manifiestan una alienación profunda y cada vez más peligrosa. La disociación del yo es tan fundamental que las biorregiones se subdividen en extensiones para viviendas; los recursos, en ganancias trimestrales; y a la gente, en privilegiados y el resto. Al menos para Fadiman, incluso la terapia occidental tradicional, que pretende realinear al individuo enfermo con su visión del mundo, debe terminar necesariamente en un callejón sin salida.
Marlene Dobkin de Rios, antropóloga médica, sostiene que hay una fuerte correlación entre el poder centralizado y la prohibición psicodélica, pues los líderes autoritarios siempre han asociado estas sustancias a las tendencias subversivas. De hecho, sea en la Europa del siglo XVII o en el Estados Unidos del XIX, incluso cuando los partidarios de la Iglesia y el Estado cercaban tierras comunales y subyugaban a sus habitantes, se dirigían especialmente a quienes consideraban más resistentes al control ideológico: chamanes, brujos, magos, ocultistas y demás personas que preparasen, bebiesen y distribuyesen sustancias psicodélicas, y creyesen estar en un discurso continuo con la tierra, las especies no humanas y los espíritus.
La !kung (se pronuncia con un chasquido de lengua primero y después “kung”) es una de las sociedades anarquistas con impulso psicodélico que sobrevivieron a estas purgas hasta bien entrada la época contemporánea. Pueblo nómada, armonizó con los ritmos austeros del desierto de Kalahari durante miles de años. Elizabeth Marshall Thomas, quien vivió con ellos durante la década de 1950, escribe que los !kung reconocían una dolencia llamada “enfermedad estelar”, que doblegaba a los miembros de la comunidad con una fuerza no distinta a la gravedad y causaba una profunda desorientación. Incapaces de ubicarse en el cosmos de manera significativa, los afectados manifestaban celos, hostilidad y una marcada incapacidad de dar; los mismos síntomas que azotan a muchos occidentales, de acuerdo con Fadiman (y sin duda, con muchos más).
Para curar y prevenir la enfermedad estelar, los !kung efectuaban bailes en trance que duraban toda la noche, alrededor de una fogata y cuatro veces al mes en promedio, y solían intensificarlas con plantas psicoactivas, como dagga (mariguana) y gaise noru noru (más que mariguana). Mientras los bailarines cantaban, agitaban cascabeles y giraban, una fuerza hirviente llamada N/UM se concentraba en su abdomen y en ocasiones fluía hacia afuera a través de la cabeza, lo que les permitía remontar el vuelo sobre terrenos fantásticos. Se decía que estas grandiosas panorámicas ofrecían la perspectiva necesaria para realinear a los miembros de la comunidad tanto con las estrellas como entre sí.
Con seguridad, el modo de gobierno de los !kung reflejaba estos ajustes astrales periódicos. Hasta la década de los setenta, cuando los colonizadores de la época delapartheid alteraron de manera irrevocable la flora, fauna y flujos del Kalahari, los !kung se habían organizado mediante tomas de decisiones sin líderes y basadas en el consenso, junto con un humor subido de tono que se introducía incluso en los momentos más sagrados para disipar la tensión y calibrar el ansia de poder. Esta forma de compartir el poder no se ve distinta de la que los manifestantes de Ocupa Wall Street intentaron el año pasado en sus Asambleas Generales y Consejos Grupales. Quizá tanto los Ocupa como los !kung hayan descubierto algo primordial: cuando los investigadores aíslan células cardíacas en una cápsula de Petri, las células brincan a su propio ritmo idiosincrático; pero si se las coloca juntas, se sincronizan en un ritmo colectivo.
La urgencia de conectarse con lo Divino es aún fuerte en todo el mundo, incluso Occidente, aunque los expertos médicos la cataloguen como patología, los burócratas monoteístas la castren y los lanzadores de conjuros de la avenida Madison la exploten. Desde luego, las plantas psicoactivas, los hongos y las sustancias sintéticas no son la única forma de saciar esta urgencia: los sufís giran, los músicos requintean y los físicos elaboran fórmulas. Y en ocasiones la psicodelia queda de camino, de acuerdo con el erudito religioso Huston Smith.
Tras explorar la contracultura de finales de la década de los sesenta, advirtió que sin los cimientos de una práctica espiritual de largo plazo, el consumo de drogas psicodélicas equivale, en el mejor de los casos, a “una religión de experiencia religiosa”, una serie de asombros místicos descontextualizados de la salud personal y comunitaria.
Sin embargo, es notable que lo que tal vez equivalga a una mayoría de las sociedades humanas perciba las “plantas maestras” –como algunos chamanes denominan a la flora que induce visiones– como una puerta legítima y de particular eficacia hacia el tejido y el significado de la realidad. Michael Pollan popularizó, con su libro de 2001 The Botany of Desire, lo que los etnobotánicos afirman desde hace tiempo: plantas y personas sostenemos una relación simbiótica desde hace milenios: seducen nuestro olfato, entrañas y cerebro; nosotros nutrimos su tierra. Es un secreto a voces que el Amazonas no sólo alberga los ingredientes necesarios para la ayahuasca, uno de los brebajes psicodélicos más fuertes y antiguos, sino que la selva misma no es tanto un área silvestre, sino un jardín de 10 mil años de antigüedad bajo cuidado indígena.


* Escritor y periodista neoyorquino. Textos suyos han aparecido, entre otras publicaciones, en Brevity,The Rambler MagazineThe Brooklyn RailTopic Magazine y The Indypendent.
Traducción de Ricardo Martín Rubio Ruiz

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