Wednesday, July 17, 2013

Las mujeres dentro de las organizaciones sindicales ( Parte I )


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Viernes, 28 de Junio de 2013 13:28
 
 Ester Kande
Su inclusión. De la organización separada, las comisiones femeninas, departamento de mujeres, a las secretarías de la mujer y luego a las secretarías de género y las discriminaciones directas e indirectas. Logros y obstáculos.
Distintas perspectivas.

Dada la complejidad del tema, la variedad de factores que incidieron, la dispersión de la documentación y la dificultad para acceder a la misma, este tema lo desarrollaremos en varias notas.

El funcionamiento de las secretarías de género en los sindicatos y organismos de segundo grado fue un progreso para visibilizar las discriminaciones que se producen entre varones y mujeres en el ámbito laboral y fundamentalmente al tomar iniciativas y hacer reclamos para denunciarlas y transformarlas.

El lema igualdad de oportunidades entre varones y mujeres merece ser ubicardo en sus justos términos, teniendo en cuenta que vivimos en una sociedad desigual y por lo tanto las relaciones laborales están condicionadas por las políticas empresarias y estatales.

La confusión reiterada de equiparar el término género con mujer también merece nuestra atención en tanto incide en la práctica cotidiana. Vale la explicación conceptual de la OIT (1): igualdad de derechos, responsabilidades y oportunidades para las mujeres y los hombres, las niñas y los niños. Esta igualdad con respecto al género no es propiamente un “problema de mujeres”; concierne también a los hombres. Igualdad no significa que las mujeres y los hombres vayan a identificarse, sino que los derechos, las responsabilidades y las oportunidades de las mujeres y de los hombres no dependen de que haya nacidos mujeres u hombres. La igualdad entre mujeres y hombres es un problema de derechos humanos y una condición previa para la consecución de un desarrollo sostenible centrado en las personas.

Nos parece pertinente incursionar en el tema realizando un repaso histórico que incluya una referencia a la organización de la clase obrera, la inserción laboral de las mujeres durante el siglo XIX, el siglo XX y particularmente post- guerra y en el período que coincide con la innovación tecnológica. La conferencia mundial del año Internacional de la mujer, realizada en 1975 (Méjico), Nairobi en 1985 y en 1995, Beijing y los documentos de la Multisectorial de la Mujer; los Encuentros Nacionales de Mujeres y la OIT, nos aportan al tema.

Un papel especial jugó la sanción de la Ley de Asociaciones sindicales. Participación femenina en las unidades de negociación colectiva de las condiciones laborales. Integración de mujeres en cargos electivos y representativos. Porcentajes de dicha representación. (2)

Un repaso histórico

Eric Hobsbawm (1987) (3) sintetizando el capítulo trabajadores en el mundo, dijo:

En definitiva, las clases obreras no eran homogéneas ni fáciles de unir en un solo grupo social coherente, incluso si dejamos al margen al proletariado agrícola al que los movimientos obreros también intentaron organizar y movilizar, en general con escaso éxito. Ahora bien, lo cierto es que las clases obreras fueron unificadas. Pero ¿cómo? (…)

En definitiva, si la evolución económica y social favoreció la formación de una conciencia de clase de todos los trabajadores manuales hubo un tercer factor que les obligó prácticamente a la unificación: la economía nacional y el estado nación, elementos ambos cada vez más interconectados. (…)

Paralelamente las industrias comenzaron a negociar convenios colectivos de carácter nacional, práctica totalmente desconocida antes de 1889. En 1910 era un sistema habitual. (…)

En cuanto al estado, su democratización electoral impuso la unidad de clase que sus gobernantes esperaban poder evitar necesariamente, la lucha por la ampliación de los derechos ciudadanos adquirió una dimensión clasista para la clase obrera, pues la cuestión fundamental (al menos en el caso de los hombres) era el derecho de voto del ciudadano sin propiedades.

La situación de las mujeres fue tenida en cuenta en el Congrés International du Ouvrier Socialiste realizado del 12 al 14 de junio de 1889 en París.

Después de afirmar que la emancipación del Trabajo y de la Humanidad no puede salir más que de la acción internacional del proletariado organizado en partido de clase, apoderándose del poder político por la expropiación de la clase capitalista y la apropiación social de los medios de producción capitalista, que implica la explotación creciente de la clase obrera por la burguesía; que esta explotación, cada día más intensa, tiene por consecuencia la opresión política de la clase obrera, su servidumbre económica y su degeneración física y moral; luchar por todos los medios a su alcance contra una organización social que los aplasta y al mismo tiempo, que amenaza el libre desenvolvimiento de la Humanidad; que por otra parte, se trata ante todo de oponerse a la acción destructora del presente orden económico, decide una legislación protectora y efectiva del trabajo y reclama como base:

• la limitación de la jornada de trabajo a ocho horas;

• la prohibición del trabajo infantil;

• el reposo ininterrumpido de 36 horas;

• igual salario por igual trabajo (trabajo femenino)


La participación de las mujeres en la actividad sindical está ligada a un proceso de inserción en el mercado laboral de las que estaban excluidas. Para situarnos en el problema (4) durante el siglo XIX, nos basamos en el estudio realizado por Joan Scott (1990) (5).

a) Los supuestos que estructuraron en primer lugar la segregación sexual:

– las mujeres eran más baratas y menos productivas que los hombres,

– sólo eran aptas para el trabajo en ciertos períodos de la vida (cuando eran jóvenes y solteras)

– sólo eran idóneas para ciertos tipos de trabajo (no cualificados, eventuales y de servicio)

– daban la impresión de ser el producto de los modelos de empleo femenino que ellos mismo habían creado (coser, limpiar, ordenar). Mucho tiempo después se denominó saberes tácitos.

La existencia de un mercado de trabajo sexualmente segregado se consideró entonces una prueba de la existencia previa de una división sexual “natural” del trabajo.

b) El salario: la economía política fue uno de los terrenos donde se originó el discurso sobre la división sexual del trabajo. Los economistas políticos del siglo XIX desarrollaron y popularizaron las teorías de sus predecesores del siglo XVIII. Y pese a las importantes diferencias nacionales (entre, por ejemplo, teóricos británicos y franceses), así como entre las escuelas de economía política en un mismo país, había ciertos postulados básicos comunes. Entre ellos se hallaba la idea de que los salarios de los varones debían ser suficientes no sólo para su propio sostén, sino también para el de una familia. De no ser así – observaba Adam Smith – “la raza de tales trabajadores no se prolongaría más allá de la primera generación.” Por el contrario, los salarios de una esposa, “habida cuenta de la atención que necesariamente debía dedicar a los hijos, (se) suponía que no debían superar lo suficiente como para su propio sustento”.

Otros economistas políticos ampliaban, esta suposición acerca de los salarios de la esposa, a todas las mujeres. Según ellos, éstas fuera cual fuese su estado civil, dependían de los hombres por naturaleza. Aunque algunos teóricos sugirieran que los salarios de las mujeres deberían cubrir sus costes de subsistencia, otros sostenían que tal cosa era imposible. El economista político francés Jean Baptiste Say, por ejemplo, afirmaba que los salarios de las mujeres caerían siempre por debajo del nivel de subsistencia, debido a su disponibilidad para apoyarse en el sostén familiar (las que estaban en estado “natural”) y, por tanto, no necesitaban vivir de sus salarios. En consecuencia, las mujeres solas que vivían al margen de contextos familiares y aquellas que eran el único sostén de sus familias, serían irremediablemente pobres. De acuerdo con su cálculo, los salarios de los varones eran primordiales para las familias, pues cubrían los costes de reproducción; en cambio, los salarios de las mujeres eran suplementarios y, o bien compensaban déficit, o bien proveían dinero por encima del necesario para la sobrevivencia básica. (...)

En esta teoría, el salario del trabajador tenía un doble sentido. Por un lado, le compensaba la prestación de su fuerza de trabajo y, al mismo tiempo, le otorgaba el status de creador de valor en la familia. Puesto que la medida del valor era el dinero, y puesto que el salario del padre incluía la subsistencia de la familia, este salario era el único que importaba. Ni la actividad doméstica, ni el trabajo remunerado de la madre eran visibles ni significativos. (...)

La descripción que la economía política hacía de las “leyes” sobre salarios femeninos creaba un tipo de lógica circular en la que los salarios bajos era a la vez causa y prueba del “hecho” de que las mujeres eran menos productivas que los hombres. Por un lado, los salarios de las mujeres daban por supuesta la menor productividad de éstas; por otro lado, los bajos salarios de las mujeres se consideraban como demostración de que no podían trabajar tanto como los hombres. (...)

En la última década del siglo XIX, el socialista Sidney Webb concluía un largo estudio sobre las diferencias entre salarios masculinos y femeninos con las siguientes palabras: “Las mujeres ganan menos que los hombres no sólo porque producen menos, sino también porque lo que ellas producen tiene en general un valor inferior en el mercado.” Este autor observaba que a estos valores no se llegaba de manera puramente racional: “Allí donde la ganancia es inferior, casi siempre coexiste con una inferioridad del trabajo. Y la inferioridad del trabajo de las mujeres parece influir sobre sus salarios en las industrias en donde tal inferioridad no existe”.

Suplemento de ingresos: Los salarios de las mujeres se fijaban como si fueran suplementos de los ingresos de otros miembros de la familia. Aún cuando la mecanización mejorara su productividad (como ocurrió en Leicester, Inglaterra, con la industria de géneros de punto en la década de 1870), los salarios de las mujeres permanecieron en los mismos niveles (en relación con el de los varones) que tenían en el trabajo que realizaban en su casa. En 1900, en los Estados Unidos, las mujeres, tanto en empleos semicualificados como en los no cualificados ganaban sólo el 76% del jornal de los hombres en igualdad de condiciones.

Pero la economía política también tuvo otras consecuencias. Al proponer dos “leyes” diferentes sobre salarios, dos sistemas distintos para calcular el precio de la fuerza de trabajo, distinguió la fuerza de trabajo según sexo, lo que explicaron en términos de división sexual funcional del trabajo.

Además, al invocar dos conjuntos de leyes “naturales” – las del mercado y las de la biología – para explicar las diferentes situaciones de varones y mujeres, ofrecían a las prácticas dominantes una poderosa legitimación. La mayoría de las críticas al capitalismo y a la situación de la mujer trabajadora aceptaban la inevitabilidad de las leyes de los economistas y proponían reformas que dejaban intactas dichas leyes.

Con excepción de los feministas (de uno u otro sexo) que exigían que las mujeres tuvieran acceso a todos los empleos y se les pagaran salarios iguales a los de los varones, la mayoría de los sindicatos a finales del siglo XIX, en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, pedían a los empleadores que pusieran en práctica el ideal del “salario familiar”, el salario suficiente para mantener mujer e hijos en el hogar. La exigencia del “salario familiar” aceptaba como inevitable la mayor productividad e independencia de los varones, así como la menor productividad y la necesaria dependencia de las mujeres respecto de aquéllos. La asociación entre mujeres y mano de obra barata era más firme aún a finales del SXIX.

La solicitud de un salario familiar fue cada vez más decisiva en las políticas sindicales durante el SXIX. Aun cuando nunca llegó a ponerse íntegramente en práctica y las mujeres casadas siguieron buscando empleo, la esposa que no trabajaba se convirtió en el ideal de respetabilidad de la clase obrera. De las hijas se esperaba que trabajaran y contribuyeran a los gastos de la casa, pero sólo hasta que contrajeran matrimonio.
Las discusiones acerca de la inadecuación del empleo pagado para mujeres casadas se realizaban en el marco de generalizaciones acerca de la fisiología y la psicología femeninas y fusionaba en una unidad indistinta a mujeres casadas y mujeres en general.

c) La clasificación sexual de los empleos: las prácticas de los empleadores

Era frecuente que las características de los empleos de los trabajadores se describieran en términos de sexo (lo mismo que de raza y de etnia). En las ciudades norteamericanas, durante los años cincuenta y sesenta, los anuncios de empleo en los periódicos solían terminar con un “no presentarse irlandeses”. Las manufacturas textiles británicas reclutaban “muchachas fuertes y saludables” o “familias formadas por niñas” para el trabajo en el taller. En el sur de Estados Unidos especificaban que estas niñas y sus familias debían ser blancas (contrariamente, la industria tabacalera del sur empleaba casi exclusivamente trabajadores negros). Ciertos propietarios de fábricas escoceses se negaban a emplear mujeres casadas, otros realizaban distinciones más minuciosas, como por ejemplo, aquel administrador de una fábrica de papel de Cowan (en Penicnik), que en 1865 explicaba así su política: “con el propósito de evitar que los niños queden descuidados en sus casas, no empleamos madres de niños pequeños, a menos que se
trate de viudas o mujeres abandonadas por sus maridos, o cuyos maridos sean incapaces de ganarse la vida”.

A menudo los empleadores describen sus empleos como si éstos poseyeran en sí mismos ciertas cualidades propias de uno u otro sexo. Las tareas que requieren delicadeza, dedos ágiles, paciencia y aguante, se distinguían como femeninas, mientras que el vigor muscular, la velocidad y la habilidad eran signos de masculinidad, aunque ninguna de estas descripciones se utilizara de modo coherente en todo el variado espectro de empleos que ofrecían y, de hecho, fueran objeto de intensos desacuerdos y debates.

Sin embargo, tales descripciones y las decisiones de emplear mujeres en ciertos sitios y no en otros terminaron por crear una categoría de “trabajo de mujeres”. Y también a la hora de fijar los salarios se tenía en mente el sexo de los trabajadores. En verdad, a medida que los cálculos de beneficios y pérdidas y la busca de una ventaja competitiva en el mercado se intensificaban, el ahorro de costes laborales se convertía en un factor cada vez más importante para los trabajadores.

En 1835 el economista escocés Andrew Ure describió los principios del nuevo sistema fabril en términos familiares a los dueños de manufacturas:

En realidad, el objetivo y la tendencia constantes de toda mejoría en la maquinaria es siempre reemplazar el trabajo humano o bien disminuir su coste, sustituyendo la industria de hombres por la de mujeres y niños, o la de artesanos experimentados por trabajadores ordinarios. En la mayor parte de las tejedurías de algodón, el hilado lo realizaban íntegramente niñas de dieciséis años o más. La sustitución de la máquina de hilar común por la selfactine tiene como consecuencia la eliminación de una gran parte de los hilanderos varones adultos, para quedarse tan sólo con adolescentes y niños. El propietario de una fábrica cercana a Stockport (calculó) que gracias a esta sustitución ahorraría 50 libras semanales en salarios...

En la industria del calzado de Massachusetts de los años setenta del siglo XIX, los fabricantes experimentaron con variedad de cambios en la división sexual del trabajo en sus establecimientos. Utilizaban hebras en lugar de tachuelas para dar forma a los zapatos, con lo cual transferían el trabajo de hombres a mujeres, e introducían máquinas de cortar que manejaban estas últimas. En ambos casos, los salarios de las mujeres eran más bajo que los de los varones a quienes reemplazaban.

También en la industria de la impresión, a mediados del siglo, cuando en los centros urbanos se expandió la publicación de periódicos, se comenzó a emplear a mujeres como medio para disminuir los costes laborales. Los editores intentaron satisfacer la necesidad de un número mayor de linotipistas para las ediciones matutinas y vespertinas de los diarios mediante la formación y contratación de mujeres para los nuevos puestos. La oposición de los tipógrafos sindicalizados mantuvo estas prácticas en niveles mínimos e impidió efectivamente la feminización de esta actividad. Sin embargo, en muchas ciudades pequeñas se siguió empleando grandes cantidades de mujeres (con salarios más bajos que los de los hombres) en la industria de la impresión y de la encuadernación.

Trabajo profesional: la enseñanza y el cuidado de los niños, la dactilógrafía (se asimilaba a la ejecución pianística) y los trabajos de oficina se suponían muy adecuados a su naturaleza sumisa, a su tolerancia y su capacidad de repetición, así como su gusto por los detalles. Se consideraba que estos rasgos eran “naturales”, tanto como el “hecho” de que el coste de la fuerza de trabajo femenina fuera necesariamente menos que el de la masculina.

d) Categorías – jerarquías: la organización espacial del trabajo, las jerarquías de los salarios, la promoción y el status, así como la concentración de mujeres en determinados tipos de empleo y en ciertos sectores del mercado de trabajo, terminó por constituir una fuerza de trabajo sexualmente escindida.

e) Legislación protectoria: la equiparación “mujer-niños”

La legislación protectora de las mujeres, desde las primeras leyes fabriles hasta finales del SXIX, en los países con desarrollo industrial, concibió a las mujeres como inevitablemente dependientes y a las mujeres asalariadas como un grupo insólito y vulnerable, necesariamente limitado a ciertos tipos de empleo.

En el transcurso del siglo XIX, los Estados Unidos y los estados del Occidente europeo intervinieron cada vez más para regular las prácticas de empleo de los empresarios fabriles. Los legisladores respondieron a la presión de diversos distritos electorales, que, por diferentes razones (y a veces antitéticas), procuraban reformar las condiciones de trabajo. La mayor atención se concentró en las mujeres y los niños. Aunque ambos grupos habían trabajado durante larguísimas jornadas en el pasado, la preocupación por su explotación parece haber guardado relación con el surgimiento fabril. Las mujeres no eran ciudadanas y no tenían acceso directo al poder político, se los consideraba vulnerables y dependientes y, en consecuencia, con necesidad de protección.

La vulnerabilidad de las mujeres se describía de muchas maneras: su cuerpo era más débil que el de los hombres, y por lo tanto, no debían trabajar tantas horas; el trabajo “pervertía” los órganos reproductores y afectaba la capacidad de las mujeres para procrear y criar hijos saludables; el empleo las distraía de sus quehaceres domésticos; los empleos nocturnos las exponían al peligro sexual en el taller, así como en el camino hacia y desde el lugar de trabajo; trabajar junto con hombres o bajo supervisión masculina entrañaba la posibilidad de corrupción moral. Para las feministas que sostenían que las mujeres no necesitaban protección ajena, sino acción colectiva por sí mismas, los legisladores, que representaban tanto a los trabajadores como a las trabajadoras, contestaron que, puesto que las mujeres estaban excluidas de la mayoría de los sindicatos y parecían incapaces de crear organizaciones propias, necesitaban de una poderosa fuerza que interviniera en su nombre.

En la conferencia Internacional sobre Legislación Laboral, celebrada en Berlín en 1890 Jules Simón sostuvo que los permisos por maternidad para las trabajadoras debían ordenarse “en nombre del evidente y superior interés de la raza humana”. Era, decía Simón, la protección debida a “persona cuya salud y seguridad sólo el Estado puede salvaguardar”. Todas estas justificaciones – ya físicas, ya morales, ya prácticas, ya políticas –hicieron de las trabajadoras un grupo especial cuyo trabajo asalariado creaba problemas de diferente tipo a los clásicamente asociados a la fuerza de trabajo masculina.

Desde su primera aparición en las diversas leyes fabriles en la Inglaterra de los años treinta y cuarenta del siglo XIX, a través de la organización de conferencias internacionales proyectadas para propagar y coordinar las leyes nacionales en los años noventa, la legislación protectora no se puso en práctica para dar remedio a las condiciones del trabajo industrial en general, sino como una solución específica al problema de la mujer (y del niño) en el trabajo.

Si bien sus impulsores hablaban en términos generales acerca de las mujeres (y los niños), la legislación que se aprobó era muy limitada. Las leyes que reducían la jornada de trabajo femenino y prohibían por completo el trabajo nocturno a las mujeres sólo se aplicaron en general al trabajo fabril y a aquellas actividades con predominio masculino. Quedaron completamente excluidas muchas áreas de trabajo, entre ellas la agricultura, el servicio doméstico, los establecimientos minoristas, tiendas familiares y talleres domésticos. Estas áreas constituían en general las principales fuentes de trabajo para las mujeres. En Francia, las tres cuartas parte de las mujeres trabajadoras no estaban cubiertas por la legislación. En Alemania, Francia, Inglaterra, Holanda y Estados Unidos, tras la aprobación de las leyes protectoras, proliferó el trabajo domiciliario de las mujeres.

Mary Lynn Stewart resume el impacto de la legislación, cuyo rasgo más característico fue una larga lista de exenciones a la regulación, en los siguientes términos:

Las exenciones se adaptaban a las industrias acostumbradas a la mano de obra femenina barata, aceleraban el desplazamiento de las mujeres hacia sectores no regulados, y por tanto, acentuaban la concentración de mujeres en las industrias atrasadas. La aplicación de la ley reforzó estos efectos. Los inspectores hacían cumplir la ley al pie de la letra en las actividades masculinas, mientras pasaban por alto las infracciones en las ocupaciones femeninas. En resumen, la legislación laboral con especificación sexual sancionó y reforzó el destino de las mujeres a mercados de trabajo secundarios y con bajos niveles de remuneración.

El Estado reforzaba el status secundario de su actividad productiva tras haber definido el papel reproductor de la mujer como su función primaria

La documentación que se proporcionó en informes parlamentarios, investigaciones privadas y testimonios personales muestra que las mujeres trabajaban por una variedad de razones:

- para mantener a sus familias o mantenerse a sí mismas,

- como parte de una larga tradición de oficios femeninos cualificados (por ejemplo, en costura o sombrería de damas),

- porque se las reclutaba para nuevos tipos de trabajo.

Esta documentación podría utilizarse para argüir que, para la mujer, el trabajo empeoraba su situación y las explotaba, o bien que proporcionaba un medio para lograr una cierta autonomía, un lugar en el mundo. El trabajo asalariado podía presentarse como una extorsión insoportable, como un mal necesario o como una experiencia positiva, según el contexto y el fondo que le sirvieran como referencia conceptual.

En memorias escritas por la Wolmen’s Cooperative Guild, hablan de diversas situaciones de trabajo asalariado , algunas de las cuales las dejaban agotadas y sin dinero, mientras que otras les producían una sensación de utilidad y de vigor y las exponían a movimientos políticos que desarrollaban una identidad colectiva entre ellas. Algunas trabajadoras de la aguja contaron a Henry Mayhew que los bajos salarios, y no el trabajo mismo, fue lo que las condujo a la prostitución; otras soñaban casarse con un hombre cuyos ingresos fueran suficientes para mantenerlas y poner así fin para siempre a su necesidad de trabajar.

Estas explicaciones contrapuestas y estas interpretaciones contradictorias tendían a subsumirse en el discurso dominante del período, que agrupó a las mujeres como una categoría única y definió el trabajo como una violación de su naturaleza.

En Francia los años 1890 marcan en efecto una ruptura, en el nivel de las estructuras familiares. En ocasión de los censos de 1886 y 1896 aparece la fuerte participación de las mujeres en el trabajo asalariado industrial, por lo que se vislumbra la introducción de un corte entre trabajo profesional y trabajo doméstico, que se mantendrá a partir de ese momento.

Analizando la experiencia inglesa (6), Marx señala las consecuencias inmediatas de la industria mecanizada para el obrero, la apropiación por el capital de las fuerzas de trabajo sobrantes y el trabajo de la mujer y el niño:

La maquinaria, al hacer inútil la fuerza muscular permite emplear obreros sin fuerza muscular o sin un desarrollo físico completo, que posea a cambio una gran flexibilidad en sus miembros. El trabajo de la mujer y el niño, fue por tanto, el primer grito de aplicación capitalista de la maquinaria.

El valor de la fuerza de trabajo no se determinaba ya por el tiempo de trabajo necesario para el sustento del obrero adulto individual, sino por el tiempo de trabajo indispensable para el sostenimiento de la familia obrera. La maquinaria, al lanzar al mercado de trabajo a todos los miembros de la familia obrera, distribuye entre toda su familia el valor de la fuerza de trabajo de su jefe. Lo que hace, por tanto, es depreciar la fuerza de trabajo del individuo.

Como se ve, la maquinaria amplia desde el primer momento, no sólo el material humano de explotación, la verdadera cantera del capital, sino también su grado de explotación

Concepciones de los sindicatos en Europa y Estados Unidos

- Aceptaron la inevitabilidad del hecho de que los salarios femeninos fueran más bajos que los de los hombres;

- trataron a las mujeres trabajadoras más como una amenaza que como potenciales aliadas.

La justificación para excluir a las mujeres de los sindicatos y considerarla como una división sexual “natural” del trabajo era la siguiente:

- la estructura física de las mujeres determinaba su destino social como madres y amas de casa;

- la mujer no podía ser una trabajadora productiva ni una buena sindicalista;

Henry Broadhurst dijo ante el Congreso de Sindicatos Británicos de 1877 que los miembros de dichas organizaciones tenían el deber, “como hombres y maridos, de apelar a todos sus esfuerzos para mantener un estado tal de cosas en que sus esposas se mantuvieran en su esfera propia en el hogar, en lugar de verse arrastradas a competir por la subsistencia con los hombres grandes y fuertes del mundo”.

Los delegados franceses (salvo algunas excepciones) al Congreso de Trabajadores de Marsella del año 1879 hicieron suyo la que Michelle Perrot llamó “el elogio del ama de casa”: “Creemos que el lugar actual de la mujer no está en el taller ni en la fábrica, sino en la casa, en el seno de la familia...” Y en el Congreso de Gotha de 1875, reunión fundacional del partido Socialdemócrata Alemán, los delegados discutieron la cuestión del trabajo de mujeres y, finalmente, pidieron que se prohibiera el “trabajo femenino allí donde podría ser nocivo para la salud y la moralidad”.

Los tipógrafos norteamericanos contestaban los argumentos de sus jefes a favor del carácter femenino de su trabajo poniendo de relieve que la combinación de músculos e intelecto que su tarea requería era de la más pura esencia masculina. En 1850 advertían que la afluencia de mujeres en el oficio y en el sindicato volverían “impotentes” a los hombres en su lucha contra el capitalismo.

Organización separada: hubo sindicatos que aceptaban mujeres como afiliadas, por ejemplo la industria textil, la de la vestimenta, la del tabaco y el calzado, donde las mujeres constituían una parte importante de la fuerza de trabajo.

En algunas áreas, las mujeres eran activas en los sindicatos locales y en los movimientos de huelga, aun cuando los sindicatos nacionales desalentaban o prohibían su participación.

Sindicatos formados por las propias trabajadoras: se formaban organizaciones sindicales nacionales de mujeres y reclutaban trabajadoras de un amplio espectro de ocupaciones. Por ejemplo, la Liga Sindical Británica de Mujeres, creada en 1889, fundó en 1906 la Federación Nacional de Mujeres Trabajadoras, la cual en vísperas de la Primera Guerra Mundial, contaba con unas 20.000 afiliadas.

Pero cualquiera que fuese la forma que adoptara, su actividad solía definirse como actividad de mujeres; constituían una categoría especial de trabajadoras con independencia del trabajo específico que realizaran y, en general se organizaban en grupos separados o, en el caso de los American Knights of Labor (Caballeros Americanos del Trabajo), en “asambleas femeninas”. En los sindicatos mixtos, a las mujeres se les asignaba siempre un papel decididamente subordinado.

En otras situaciones en el período 1870-1880 se exigía autorización escrita de sus maridos o de sus padres a las mujeres que desearan hablar en mítines, pero muchas sostenían que, por definición el papel de las mujeres consistía en seguir al líder masculino.

Esta definición fue desafiada con éxito, lo cual por un tiempo llevó a las mujeres a un lugar de preeminencia, como ocurrió en los Knights of labor de 1878 a 1887, pero lejos de tender a nuevos desarrollos, estas victorias fueron más bien breves y no alteraron de modo permanente la posición de subordinación de las mujeres en el movimiento obrero.

La creencia predominante de que no eran plenamente trabajadores, esto es, que no eran hombres con un compromiso de por vida con el trabajo asalariado, no era revisada a pesar de los grandes esfuerzos que hacían en las huelgas o por convincente que fuera su compromiso con la organización sindical.

Contradicciones: cuando argumentaban a favor de su representación, las mujeres justificaban sus reivindicaciones evocando las contradicciones de la ideología sindical que, por un lado, reclamaba la igualdad para todos los trabajadores y, por otro lado, la protección de la vida familiar y la domesticidad de la clase obrera contra las desvastaciones del capitalismo.

Las feministas de finales del siglo XIX, al definir también a las mujeres en primer lugar como madres, fueron favorables evidentemente, al menos por un tiempo, a una legislación específica.

En el Congreso de las manufactureras realizado en el año 1898, al discutir las “ocho horas” para las mujeres, argumentaban “la mujer necesita tener que pasar menos tiempo afuera, para poder consagrarlo más a su hogar”, pero que era preciso obtener esta disminución de las horas de trabajo sin disminución del salario.

Las feministas y los sindicalistas se encuentran ante un nuevo problema: cómo llevar adelante a la vez la doble reivindicación “femenina”: por una parte, “a igual trabajo, igual salario”; por la otra “votación de una legislación específica para las mujeres”. Marie Bonnevial encuentra una solución al concluir con estas palabras: no es sólo para la mujer para quien hay que pedir ocho horas, sino también para el hombre....”

Algunos sindicatos tenían una estrategia de exclusión de las mujeres pero a la vez sostenían el principio de igual paga para igual trabajo. Por ejemplo los sindicatos de tipógrafos de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, admitían mujeres en sus filas únicamente si ganaban los mismos salarios que sus compañeros masculinos de la misma categoría. La paga igual se había convertido en prerrequisito para la afiliación al sindicato.

* Ester Kandel es Magister de la UBA en Ciencias sociales del trabajo.

Notas:
1) Documento para Sesiones Especiales de las Naciones Unidas para Pekín +5 y Copenhague+5 celebradas en el 2000.
2) Ley 25.674, 28/11/02; B.O.: 29/11/02.
3) Hobsbawm, Eric, La era del imperio, 1875-1914, Editorial Crítica (Grijalbo), 1998.
4) Publicado en Kandel, Ester, División sexual del trabajo – Ayer y hoy – Una aproximación al tema, Dunken, 2006.
5) Publicado en Historias de las mujeres. T.4 El siglo XIX.
6) Marx Carlos. El capital, T. 1 Cap.13, Editorial Cartago, 1956.

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