Sunday, March 16, 2014

Mar de Historias/ La Jornada



Su identificación, por favor

Cristina Pacheco

Me gustan los diccionarios. Son libros generosos, pacientes y democráticos. A nadie le niegan la definición de una palabra, por larga, corta o infrecuente que sea. Gracias a mi gordo Larousse aprendí que el término sinastrosis corresponde a la articulación fija entre dos huesos, pipiol es un dulce elaborado con harina que tiene forma de hojuela y urchilla se llama el líquen que vive en las rocas bañadas por el agua de mar.

Los diccionarios, pesados, dignos y memoriosos como los elefantes también subsanan olvidos. La otra mañana, al despertar y oír los primeros sonidos de la calle, pensé en todas las cosas que tendría que hacer sin la presencia de la persona más querida. Me asombró que sin, un vocablo de sólo tres letras, fuera capaz de regir todos los verbos que conjugo de la mañana a la noche. Despertar sin. Leer sin. Escribir sin.

Más me extrañó no poder recordar en qué categoría del lenguaje estaba un término tan poderoso. Subsané la injusticia (con el lenguaje y con mis profesores de español) acudiendo al diccionario.La sección que corresponde a la s abarca de la página 901 a la 953. En la 929 encontré lo que buscaba: Sin. Preposición. Denota privación o carencia. (La rima es cortesía de Larousse.) No precisa término de tiempo, pero yo lo sabía y me dije: Tendré que despertarme, leer, escribir, sin durante el resto de mi vida.

II

Sonó el timbre. Descolgué el interfono: ¿Quién es? Dos golpes en la puerta me indicaron que se trataba de alguien urgido. Corrí a la puerta. Al abrirla encontré montado en su bicicleta a nuestro-antiguo-cartero. Me emocionó ver su rostro sereno y su cabello abundante muy blanco. Esos detalles y la camisa de manga corta me hicieron imaginarlo durante el fin de semana largo recorriendo alguna playa atestada para recolectar con sus nietos las conchitas y los líquenes que arroja la marea.

Apresurado, sonriendo apenas, nuestro-antiguo-cartero sacó de la canastilla metálica un sobre de plástico largo. Por la envoltura comprendí que era un envío del banco. El mensajero se limitó a leer el nombre del destinatario. Hice un esfuerzo y le di la noticia: Él murió. En vez de expresarme sus condolencias o decirme lo que suelen aconsejarme mis atentos vecinos (El tiempo lo cura todo), se limitó a pedirme una credencial de elector. ¿La mía? No. La del destinatario.

Para que entendiera a quién se refería me acercó el sobre. Alcancé a distinguir el nombre de mi esposo en un recuadro azul. Pensé en otra sepultura, en el poder inmenso de la palabra sin.

Estuve a punto de llorar, pero me contuve y armada de valor insistí: Él murió. Comprendí que otra vez el cartero no me había escuchado cuando lo vi mover el sobre con la actitud del amo que aspira a despertar el interés de su mascota: Sin una identificación no puedo dejarle el documento. Es personal. Desolada repetí: Murió. “¿Quién?, peguntó mientras buscaba una contraseña. Disimulé mi impaciencia: Ya se lo dije: mi esposo, ¿quién más? Un gesto burlón se dibujó en el rostro del cartero: Y yo ¿cómo voy a saber qué grado de parentesco guarda con el destinatario? Podría tratarse de su hermano, de su padre.

La reflexión del cartero me pareció injusta. Después de que me había alegrado de volver a verlo y hasta lo imaginé disfrutando de la playa con sus nietos, resultaba que al cabo de tantos meses de venir a la casa ni siquiera sabía que el destinatario era mi esposo. Se lo dije. Lamentó su muerte con un suspiro y enseguida pasó a una conclusión: Me imagino que habrá guardado sus documentos, entre ellos su credencial de elector. Esa ya no sirve. La que necesito es la suya. Muéstremela, si es tan amable, para que le entregue la correspondencia.

La escena era absurda y hasta inhumana: Señor, si mi esposo ya no vive, ¿qué objeto tiene que reciba su tarjeta bancaria? Esa es cosa de usted. Mi deber es entregarla. A eso vine. Si hubiera sido otra persona y no nuestro-viejo-cartero habría cerrado la puerta. En vez de hacerlo traté de conquistar su comprensión: Perdone. Últimamente me han solicitado decenas de veces mi credencial de elector. No recuerdo en dónde la guardé, pero la tengo, se lo aseguro.

Me hizo un guiño aprobatorio. Sentí como si me hubiera puesto una estrellita en la frente y en señal de agradecimiento sentí deseos de contarle mis experiencias positivas en el módulo del IFE. No pude hacerlo porque retomó la conciencia del deber y la palabra: Señora, entienda: necesito su credencial ya que, como me dijo, el destinatario era su marido. Y seguirá siéndolo aunque ya no esté. Pero está usted, agregó invencible.

Era evidente que el cartero se guiaba (al menos en su horario de trabajo) por una lógica impecable y decidí seguir el mismo camino: “Desde luego, pero vuelvo a lo mismo que le dije antes: ¿qué sentido tiene que reciba una tarjeta de crédito que mi marido ya no va a usar? Comprenda: ya no le servirá para nada porque él…”

Las palabras se me ahogaron en la garganta. El mensajero se rascó la cabeza con el sobre de plástico y me hizo una pregunta extraña: ¿Va a estar aquí mañana? Para entonces ya habrá encontrado usted su credencial de elector o su pasaporte. También sirve de identificación. Salió a flote mi orgullo: Disculpe, sé muy bien que tengo mi credencial en alguna de mis bolsas. Será cuestión de buscar un poquito. Entonces hágalo y permítame verla. De otro modo no puedo entregarle el documento.

En mi mente sustituí la imagen del cartero como abuelo paciente por la de otro recalcitrante y pellizcón al que aborrecí. Creo que usted no me ha entendido. Mi esposo... El empleado de correos me interrumpió: “Sí, ya sé. Me queda claro que usted es la viuda del destinatario…” Odio el término viuda. Basada en una de las muchas lecciones que he recibido en las últimas semanas le aclaré: Para la ley, se clasifica como soltera a la persona que pierde a su cónyuge. Su expresión se volvió maliciosa, incrédula: Esa no me la sabía. Para mí es viuda la mujer a quien su marido se le adelanta en el camino. Es su caso y por lo tanto puedo recibir la tarjeta del finado, siempre y cuando me facilite su identificación.

Inútil seguir hablando. Cualquier intento por esclarecer la situación serviría nada más para alargar un diálogo de locos. Para evitarlo preferí someterme a la exigencia: Espéreme un momento. Voy a por mi credencial. Satisfecho, el mensajero me pidió un esfuerzo adicional: Le ruego que no se tarde. Ya perdí mucho tiempo con usted y todavía me falta correspondencia por repartir.

III


No olvido la expresión relajada del cartero cuando al fin me entregó el sobre lleno de indicaciones: Importante. Estimado cliente. Al recibir esta bolsa por favor verifique los cinco puntos señalados al reverso. Si detecta…” No tenía caso seguir. Giré la bolsa. Allí estaban, en el recuadro azul, el domicilio, la colonia y el nombre de mi esposo. Al leerlo imaginé cuántos sobres seguirán llegando sin que él pueda abrirlos. Sin. Preposición.

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