Sunday, July 20, 2014

Los putos y las burkas

            



Ana Laura Magis Weinberg*

Cuando estaba en la preparatoria, mis compañeros (hombres blancos ricos, heterosexuales, católicos) hablaban de temas de equidad y discriminación. Yo nunca he sido discriminada por mi color de piel, pero sí por ser mujer y por no ser católica, sobre todo en esa escuela tan poblada por la clase privilegiada de mi país. Cuando hablábamos de estos temas mis compañeros decían cosas como que el machismo no existe o no es para tanto. Uno de ellos, en otra ocasión, intentó defender su uso de la palabra nigger en la clase de inglés, diciendo que hay raperos que la usan y, por lo tanto, está bien. El maestro lo regañó y le dijo: “si un negro se llama a sí mismo ‘nigger’ es aceptable, pero tú no lo puedes hacer”.

El miércoles 19 de junio la FIFA anunció que los aficionados mexicanos debían de dejar de usar la palabra “puto” en los partidos del mundial, y todo el mundo (o todo mi mundo virtual en Twitter y Facebook) salió en una defensa desesperada de la palabra, con frases como “puto no es gay”. El argumento es que la palabra no es un insulto homofóbico y que la FIFA no respeta las tradiciones mexicanas.

El problema de esta defensa es que la gente que la hace es gente que nunca ha sido discriminada por tener una sexualidad diferente a la heteronormativa. Como mis compañeros de la preparatoria, la gente que defiende el uso de la palabra “puto” en el estadio porque no significa “homosexual” sino “cobarde” es gente a la que nunca la han visto feo, le han negado una entrada o un trabajo, o se ha sentido amenazada por ser un hombre al que le gustan otros hombres.
He leído muchas defensas de la palabra, ya sean artículos serios o comentarios de mis amigos y de sus amigos. Las defensas son, francamente, patéticas: “la Real Academia Española sólo define ‘puto’ como ‘homosexual’ en su cuarta acepción” parece ser la favorita. “Puto se usa como ‘cobarde’” y “Yo le digo putos a mis amigos y no se enojan” son más argumentos a favor del uso de la palabra. Creo que estas defensas están plagada de falacias, entre ellas que la RAE no representa adecuadamente el español de México, y que lo malo de la palabra “puto” no es su significado sino su connotación (es decir, la carga emocional que tiene). “Puto” tiene una connotación negativa: es literalmente una mala palabra que nunca le dirían a su jefe o a su papá a menos que lo quieran insultar.

Pero la peor falacia en la que cae aquél que haga una defensa de “puto” es la de creer que él es el centro desde donde se miden todas las cosas. Detrás de cada justificación está el razonamiento “si a mí no me ofende, no le debería ofender a nadie”. Todos los argumentos que usan son para intentar engañarse con la idea de que la realidad se ajusta a su experiencia personal. Es el mismo proceso que con mi compañero que se sentía en todo su derecho de usar la palabra nigger.

No voy a intentar convencer a nadie de que la palabra “puto” es ofensiva porque hacerlo sería conceder que no lo es. La palabra “puto” es un insulto, aunque a algunos no les parezca. Es una manera peyorativa de referirse a un hombre homosexual, y hasta el momento no he visto a ningún hombre homosexual diciendo: “‘puto’ no me ofende ni ofende a mis amigos”. El uso de esta palabra entre la comunidad gay, igual que nigger entre los raperos estadounidenses, tiene una complicada historia de reapropiación cultural en la que no voy a ahondar. Pero, como bien dijo mi maestro, es muy distinto que alguien de la comunidad use la palabra para identificarse o referirse a otros miembros del grupo: si lo hacen desde dentro es un ejercicio de autodeterminación, si lo hacemos desde fuera es un insulto.

¿Eso quiere decir que estoy a favor de que se prohíba el uso de la palabra? En el mundial, quizá sí. Porque el mundial es un marco pautado por un órgano externo y hay que seguir sus reglas si quieren participar, porque nadie querría que sancionaran a México por sus aficionados. Pero no significa que hay que prohibir la palabra en todos lados y contextos, asociar una elocución a un crimen. Caer en ese extremo es sencillamente fascista: prohibir cualquier palabra, sin importar cuál sea ésta, debería ser inaceptable. Pero eso no significa que estoy a favor de que se use libremente. Yo nunca la uso, y prefiero que mis groserías (porque me encanta decir groserías) se orillen a las blasfemias y a eufemismos sexuales.

Lo que espero que suceda a raíz de este episodio de reacciones colectivas es que nos demos cuenta de la homofobia que pauta el subtexto del día a día mexicano. Lo que defiendo, a lo que exhorto, es a que se deje de usar esta palabra libremente, que la gente deje de creer que es perfectamente normal y aceptable. Si en el estadio, o en un concierto de Molotov en el extranjero, los demás se extrañan con la palabra “puto” no es porque ellos estén mal y nosotros bien sino al revés. El primer paso para cambiar una conducta es darse cuenta de que existe, así que mientras más nos demos cuenta como país, mejor. También creo en el lema de que “como hablas, piensas”, y erradicar la homofobia del discurso cotidiano es un gran avance hacia erradicarla de hecho.
Burkas
Mi editora me sugirió que no me metiera con el tema de las burkas porque es demasiado controversial y porque en realidad no lo entendemos bien desde el occidente, y porque muy probablemente sale sobrando. Pero este episodio no deja de recordarme al tema de las mujeres en el mundo árabe y cómo van tapadas de manera que no se les ve nada. Algunas lo hacen por convicción propia, otras lo hacen porque las obligan (y éstas son de las que nos enteramos cuando, por error, se levantan un poquito la falda o se descubren los ojos y terminan lapidadas). A nosotros desde fuera nos parece horrible que las mujeres se tengan que tapar, pero les aseguro que a las personas que viven en esos países les parece la cosa más normal del mundo (como nos parece a los mexicanos gritar “puto” en un estadio). Y a pesar de toda la presión internacional, dichos países no cambian sus leyes acerca de la vestimenta de las mujeres, y seguramente cuando los atacan responden diciendo: “son cosas de nuestra identidad cultural”, “no queremos que nos quiten nuestras costumbres”.

Aunque los agravios no se parecen, las respuestas en ambos lados son idénticas. Y si hablo de las burkas por más que pueda salir sobrando es para resaltar lo ridículo de la situación, lo ridículo que resulta defender un insulto homofóbico. Los defensores de la burka dicen que no es machista, que es lo que dicta la religión, así como los defensores de “puto” dicen que no es homofóbico sino que sólo es una cosa muy mexicana que no se entiende desde afuera.

No sé qué puedo decir de las burkas porque no vivo en esa sociedad ni me atengo a esas normas. Pero sé que si a la palabra “puto” es mala, defenderla es peor. Vayan, úsenla, insulten a quien quieran. Pero no intenten convencer a nadie (sobre todo a ustedes) de que la palabra no es ofensiva y de que “puto” es cobarde y no “homosexual”. Hablar, como ponerse la ropa cada día, es un acto sumamente calculado, cargado de significados que van más allá de lo literal. Si la palabra no les genera ningún problema, agradézcanle a Dios o al Universo o a Allah la buena suerte que tienen de no haber sido discriminados jamás por sus preferencias sexuales. Y, sobre todo, si quieren seguir usando “puto” como sinónimo de “cobarde”, construyan una sociedad donde ser homosexual no tenga nada, absolutamente nada, de malo: el día que en México no haya homofobia todos podremos gritar “puto” a los cuatro vientos. Pero les prometo que entonces ya no va a ser divertido gritárselo a los porteros.


*Escritora.

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